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¡Está vivo!, ¡sáquenlo!

Una crónica sobre los resortes del desconsuelo, la gente en el Cementerio, los testimonios de una resurrección frustrada y los “espías” de Mónica. Una crónica en medio del entierro de Carlos Palenque en 1997.




Brotó así, casi de la nada, sencillamente porque no era lógico que Palenque se hubiese muerto tan de repente, sin emitir discurso ni ser Presidente. “Yo he ido pues... en el parlamento estaba, allí no había tanta fila. Entonces me he acercado al Compadre y en ahí nomás él ha abierto un ojo. Entonces yo he gritado, ¡el Compadre está vivo! Ese rato el soldado ha tapado el ataúd, ‘no mires, te estás condenando’, me ha dicho”. Las primeras penumbras de la noche apenas dejan ver las facciones de la mujer que reparte una y otra vez la misma historia. Un grupo de diez o doce personas se mantiene inmóvil en semicírculo alrededor de quien asegura haber presenciado un intento desesperado de Carlos Palenque por hacer entender a su pueblo que lo estaban enterrando vivo.

En las aceras adyacentes a la avenida Baptista, voces desesperadas gritan invariablemente entre la multitud: “¡Está vivo! ¡Sáquenlo!”. Se trata casi siempre de mujeres, pues los hombres miran asustados con las manos en los bolsillos y el alma encogida de resignación. Al momento les llueven los reproches: “En vano tanto hombre hay, ¿por qué no se suben a sacarlo de una vez?, ¿qué hacen ahí mirando como zonzos?”.


¿Veneno?


En otra esquina dos mujeres discuten acaloradamente. -”Lo han venenado, morado estaba”, dice la anciana en un castellano precario. -”No, nada está hecho el Compadre, clarito es cuando está envenenado, espuma sabe salir, la lengua así afuera queda colgando”, replica la más joven haciendo los ademanes correspondientes. Ante la dificultad de seguir sosteniendo la teoría del complot, la abuela recurre a una consigna de consenso: “Igual, esa cochina de la Mónica tiene la culpa, ay, pero yo pido al Dios castigo para ella”.

De pronto, en medio del tumulto un médico se abre paso, estetoscopio en cuello y angustia en la cara. La gente no necesita instrucciones para creer lo que desea con tanta ansiedad: “Ahí está el doctor, le está yendo a ver al Compadre, ¡ya vé que está vivo!, ya lo van a sacar”. Todos aplauden con los nervios en las yemas de los dedos, nadie quiere perderse la resurrección. Pero el médico reacciona airado, les dice que todo eso es mentira, que su Compadre está tan muerto como todos los demás inquilinos del Cementerio. En respuesta recoge ráfagas de ira contenida en las miradas.


La espía


En ese momento otra señora contraataca para mantener la esperanza: “Mi hijo tiene la misma enfermedad que el Compadre. Yo en vano lo llevo al hospital, porque ya sé que a los tres días va a revivir”. Al no tener un hijo con ataques de catalepsia, su interlocutora prefiere soltar un paquete de preguntas con voz sollozante: “¿Acaso siempre hoy día tenemos que enterrar?, ¿acaso el pueblo no puede esperar una noche más?, si podemos agarrar coca y cigarro y velarle hasta mañana. ¿Qué siempre pues es 24 horas más?”.

Súbitamente una mujer más joven sube a los escalones de la puerta de salida del Camposanto y grita a todo pulmón: “Está muerto, entiendan de una vez, ya vámonos a nuestras casas, lo dejaremos descansar al Compadre”. Pero nadie estaba preparado para semejantes torrentes de realismo. De inmediato estallan las reacciones de repudio y entre ellas, la más hiriente: “Que se calle, esa debe ser espía de la Mónica...”. La agredida reacciona con vehemencia y dispara un terrón de tierra contra la voz acusadora, la trifulca está a punto de comenzar, pero el recuerdo del difunto contiene a las litigantes.


Hacer guardia



Cerca de las ocho de la noche una ambulancia se abre paso entre la gente. Viene a recoger al personal de la Cruz Roja porque el sepelio ya se da por terminado. Pero la gente prefiere pensar que trae la camilla que se llevará al resucitado Carlos Palenque al hospital, donde terminará de recuperar la vida para luego enfrentar con éxito la campaña electoral. “¡Lo van a sacar!”, es el rumor galopante. Al vehículo le cuesta salir de la zona, mujeres y niños tratan de frenar su paso y cuando imprime velocidad, un tropel de desconsolados intenta seguirle la huella. Entonces la multitud siente desfallecer, en la oscuridad de la noche siente el cuerpo tibio de Palenque atrapado en la soledad de la tumba. “Nos quedaremos toda la noche, comadre. En una de esas despierta y va a patear. Los guardias no le van a escuchar, entonces nosotros les avisamos”, es la consigna de final de jornada. “¿O volvemos mañana temprano?”, dicen las menos decididas a pernoctar. Lo cierto es que dentro de un mes, un año, una década o quizás más, alguien seguirá oyendo por ahí la voz timbrada del radialista, los acordes de su charango o el rumor a mixtura y júbilo de sus concentraciones de la plaza San Francisco. Y es que no hay mejor generador de rumores sobre corazones reavivados que el mismísimo desconsuelo.

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