La democracia en Los Andes y sus pensadores
Rafael Archondo
El presente ensayo tiene por objetivo presentar un desarrollo propio de ideas en torno al concepto de democracia y sus nexos con la realidad boliviana, en la que, sobre todo durante los últimos años, han proliferado una serie de actos electorales (casi uno por año desde 2000 hasta ahora), pero también movilizaciones sociales de contundente efecto estatal (marchas, cabildos, amotinamientos, etc.). Ciudadanos convocados para votar o ciudadanos convocados para luchar; dos comportamientos políticos que componen toda democracia, que a veces la convulsionan y a veces la fortalecen.
En Bolivia, la democracia ha sido declarada en riesgo en varias ocasiones. Se hace frecuente escuchar que con la llegada del Movimiento al Socialismo (MAS) al gobierno en enero de 2006, ha comprometido seriamente el futuro del Estado de Derecho. Se alude al dato de que al haber un plan hegemónico impulsado por el Presidente, los logros democráticos acumulados hasta 2005 se estarían revirtiendo gradualmente. Es común escuchar hablar de totalitarismo, afanes de perpetuación en el poder o corporativismo secante. Los fundamentos de estos juicios y alarmas tienen que ver con el nombramiento de varias autoridades interinas, en cargos normalmente designados por dos tercios del Congreso, o con los ataques del gobierno a ciertos medios de comunicación o con la práctica cada vez menos frecuente de cercar el Parlamento para presionarlo en la definición de determinadas leyes.
Junto a esos temores, se comprueba también que el país ha vivido el periodo más intenso en consultas electorales de su historia reciente. A las elecciones convencionales, se ha sumado la práctica del referéndum, pero también se han convertido en electivos a prácticamente todos los puestos relevantes dentro de los poderes del Estado. Los ciudadanos eligen no solo presidente, vicepresidente, senadores, diputados, gobernadores, alcaldes y concejales municipales, sino también jueces y asambleístas departamentales. Con su voto también han definido en los últimos años la política del gas, la de tierras, la de descentralización incluidos sus estatutos autonómicos y la propia Constitución Política del Estado y su reforma.
Planteados estos dos antecedentes antagónicos, cabría preguntarse: ¿está acaso herida de muerte la democracia en Bolivia?, o, ¿goza más bien de inmejorable salud? El derribo de autoridades e instituciones, ¿es parte de una ofensiva democratizadora? o ¿es más bien, el fin de la separación de poderes y del recomendable equilibrio interno de fuerzas del sistema? Cuando una mayoría estable irrumpe para imponer sus reglas de juego, ¿ya no hay salvación para las minorías?, o, ¿se está operando el principio nodal de toda democracia, por el cual los más numerosos son los que mandan?
En términos precisos, este ensayo intenta primero hacer una representación del debate boliviano contemporáneo sobre la democracia, incorporando aportes académicos surgidos entre 1982, año en el que se recuperan las libertades civiles, y el presente. Una vez exhibidos los argumentos de este debate, se aspira a interpretarlo, haciendo un intento adicional por hacer converger las teorías en disputa. Así, con un panorama un poco más articulado, se aspira a saldar algunos aspectos de la discusión.
El debate boliviano: la democracia y sus requisitos
Es bien sabido que la democracia es un sistema relativamente joven de gobierno. Su proliferación planetaria data apenas de finales del siglo XX e inicios del XXI. Y es que hace solo un siglo, casi todos los actores políticos percibían a la democracia como un mecanismo cuestionable para alcanzar la igualdad y defectuoso para hacer justicia. Después de dos guerras mundiales de letales consecuencias para una gran parte de la Humanidad, la democracia apenas pudo abrirse paso en la zona occidental de Europa y fue puesta numerosas veces a prueba por las crecientes tensiones sociales. Fue recién en 1989, con el colapso del socialismo real, que la democracia pudo abarcar continentes completos y postularse como medio deseable para la toma de decisiones a escala mundial.
El principal reproche contra la democracia residía en su completa indefensión ante los incontables retos humanos. A la mayoría le costaba creer que un sistema basado en el diálogo, la deliberación y la persuasión pudiera encarar eficazmente la resolución de las inmensas necesidades materiales de la gente y la trama de intereses opuestos que configura cualquier sociedad. La democracia era percibida como un sistema débil e inútil, incapaz de establecer un orden justo o de sancionar a quienes alteran la convivencia.
En muchos casos, y por la misma razón señalada, la democracia era percibida como un “artículo de lujo”, exclusivamente reservado para los países altamente industrializados. Se pensaba que solo cuando las sociedades hubieran acumulado niveles altos de prosperidad y equidad, es decir, cuando ya se hubiera formado una clase media mayoritaria y resuelto las carencias esenciales de los más pobres, recién entonces podría un país permitirse una democracia estable. El sistema democrático era visto como un estadio superior de la civilización, al que se arribaría después de abundantes hemorragias y lamentaciones.
En tal sentido, se consideraba que los principales enemigos de la democracia eran el hambre, el desempleo y la pobreza, fantasmas que aferrados a ideologías anti-liberales como el nazismo o el comunismo, habían asolado los Estados parlamentarios en la Europa de inicios del siglo XX. La realidad parecía gritarlo a los cuatro vientos: ninguna democracia había podido sobrevivir a una crisis social de grandes proporciones. Al respecto, es ilustrativa la manera en que, por ejemplo, Giovanni Sartori (1976) entiende la conformación de un sistema democrático. Un requisito básico sería un consenso previo sobre los límites que los actores no deben quebrantar nunca so pena de perderlo todo. Se trataría de una especie de “pacto de caballeros”, por el cual todos los partidos que participan de la lucha democrática aceptan la eliminación de la violencia como método de solución de controversias y reconocen al pluralismo como valor fundacional. A partir de ese acuerdo, todos se convertirían en rivales o competidores, dejando de ser enemigos. Es el momento en que la democracia comenzaría a marchar. Dicho de otra manera, la lucha democrática sería una inofensiva forma de discrepar, incapaz de generar transformaciones profundas.
En América Latina se cultivó la misma percepción durante la década del 70. Para muchos, las dictaduras fueron un “mal necesario”, digerido a disgusto para resolver las penurias económicas y crear así las bases de una democracia estable. Se imaginaba, por ejemplo, que Chile estaba obligado a pasar por el periodo de Pinochet como antesala a una democracia que ya estuviera en condiciones de defenderse de cualquier arremetida redistribuidora. Si vemos con detalle el argumento, primero había que moderar las diferencias sociales, caldo de cultivo de las revoluciones, para después “darse el lujo” de acudir a las urnas. En otras palabras, la participación de las mayorías solo era admisible cuando éstas fueran saciadas y estuvieran, por tanto, vacunadas de opciones revanchistas o confiscatorias.
Al respecto, a inicios de la década del 90, Jorge Lazarte (1993) empezaba a notar un cambio importante en el comportamiento de los actores políticos en el país y lo registraba con las siguientes palabras: “la política ya no es pensada solamente en términos de fuerza-violencia o imposición, sino también, como mecanismo de transacción de intereses diversos”. La evolución percibida llevaba a concluir que los actores estaban cada vez más inclinados al diálogo y a las salidas negociadas, antes que a la victoria total sobre sus ocasionales adversarios. Esta conducta abierta y flexible haría posible la estabilidad democrática a contracorriente de la desigualdad económica entre los miembros de la sociedad. Acá reaparece la forma en que Sartori miraba el tipo de enfrentamiento en una democracia.
De manera directa hemos entrado a discutir sobre lo que se podría denominar como “las condiciones materiales” de la democracia, es decir, aquellos cimientos que la harían posible. Vistas las cosas de ese modo, uno podría imaginarse que un plan para democratizar un país pasa primero por la generación de prosperidad económica, así sea bajo marcos autoritarios, para dar lugar más adelante a una transición que poco a poco vaya haciendo practicables las libertades políticas hasta otorgarles plenitud. Para hacer comprensible esta estrategia se ha usado frecuentemente la metáfora de la “maduración”. De acuerdo a esta imagen, las sociedades deben madurar para alcanzar la democracia. Esta forma de pensar está tan arraigada que a muchos les preocupa muy poco la ausencia de libertades en la China contemporánea en la medida en que aquella sociedad exhibe índices de crecimiento económico superiores al 9%, lo cual estaría abonando el terreno para que lentamente vayan surgiendo actores políticos nuevos que terminarán demandando tantas libertades civiles como de mercado. De alguna forma, esta manera de concebir la democracia la emparienta profundamente con las libertades económicas. La democracia maduraría más en compañía de los mercados libres, en la medida en que éstos producen ciudadanos libres, sujetos contractuales activos y agentes empresariales, la materia prima ideal para las elecciones periódicas.
Podríamos llamar a esta idea “teoría de la maduración democrática”, porque considera que la democracia está lejos de ser un mero diseño institucional aplicable a cualquier realidad. Acá se entiende por democracia, un sistema de vida que abarca la totalidad de la existencia social. No es entonces un mecanismo para tomar decisiones, es la forma integral en la que se organiza un vasto conglomerado humano. En tal sentido, para su éxito, la democracia depende fundamentalmente de instituciones y tradiciones largamente maduradas en el seno de los grupos sociales y no puede ser transplantada de un lugar a otro como si se tratara de un utensilio técnico. En esta perspectiva, la pretensión de decretar sistemas democráticos por la vía de la imposición violenta, como quiso hacerse en Haití o Irak aparece, bajo esta óptica, como una acción vana o ingenua.
Democracia sin demócratas
En Bolivia esta postura sobre la democracia tuvo su apogeo teórico en la década del 90. En ese tiempo, la mayoría de los académicos bolivianos abrazó esta concepción y desarrolló un variado instrumental metodológico para consolidar esta visión de las cosas. Se pusieron de moda, por ejemplo, las encuestas sobre cultura democrática, en las que se indagaba cuán profundas eran las convicciones y prácticas democráticas de los ciudadanos. La fortaleza de una democracia no era medida sólo por el número de elecciones celebradas o por su grado de transparencia, sino sobre todo por la presencia de demócratas convencidos y practicantes en el seno de una sociedad.
La idea de que era posible denunciar la impostura de una “democracia sin demócratas” fue acuñada por Jorge Lazarte y tuvo fortuna. En ese marco, varios aportes individuales fueron construyendo una manera orgánica de pensar. Mientras HCF Mansilla comprobaba que la sociedad boliviana es históricamente despótica y autoritaria desde sus orígenes, Roberto Laserna registraba la pervivencia de una cultura rentista inmune a todos los cambios socio-económicos, George Gray comprobaba que el patrón de acumulación inconmovible de la estructura productiva boliviana es extractivista, mientras Fernando Calderón subrayaba la persistencia del patrimonialismo en las maneras de gestionar lo público. Allí donde se viera, la democracia era sólo un estado aparente, ritual o meramente simbólico. En su fachada, el país era democrático, pero escarbando tras cada vestigio de vida social, lo frecuente iba a ser siempre el desencanto.
En un informe representativo de la época, Lazarte (1990) hace un balance de la salud de la democracia en Bolivia y al respecto escribía: “estabilizar la democracia es desarrollar sus potencialidades (…) es democratizar la democracia hasta hacerla deseable y no simplemente utilizable, es pasar de la democracia gobernada a la democracia gobernante. La democracia vale tanto como procedimiento o normatividad en las decisiones políticas y como posibilidad de que se convierta en modo de vida y en ethos colectivo”. Como vemos, la democracia acá no es definida como mero hecho electoral, se aspira a un concepto más extendido, ambicioso y abarcador.
En otro texto, Lazarte es aún más claro: “En Bolivia, la democracia es más un hecho nuevo, que la continuidad de un proceso anterior. La democracia como pluralismo, como libertades políticas y civiles y como posibilidad legal y real de alternabilidad de los titulares del poder, es algo que ha comenzado propiamente a partir de 1982. El pasado boliviano fue más bien de intolerancia maniquea, de violación permanente de los derechos y de violencia cotidiana en la lucha por el poder (…) Se ha transitado de la inestabilidad a la estabilidad, pero no de ésta a la consolidación. Este es un problema aún pendiente”. El diagnóstico es lapidario. Si la democracia es un asunto de maduración, Bolivia apenas tiene semillas.
Las evaluaciones pesimistas de HCF Mansilla abonaron aún más este terreno. En uno de sus libros más ilustrativos de esta crítica a la modernización en América Latina, Mansilla (1997) señala que “las culturas azteca, maya e incaica no conocieron modelos proto-democráticos (…)” y que “en esas civilizaciones la estructura social debió ser de tipo piramidal y muy jerárquica”. A esa herencia autoritaria, dice Mansilla, se habría sumado la tradición ibero-católica, lo cual no mejoró, sino agravó las cosas. En sus palabras: “A la herencia pre-colombina, de fuertes inclinaciones paternalistas y con una estructura social particularmente rígida y piramidal, se sobrepuso la tradición patrimonialista e iliberal de los conquistadores ibéricos”. De acuerdo a esta lectura de la Historia, América Latina habría acoplado en su seno dos formas anti-pluralistas de concebir las relaciones sociales y por lo tanto habría construido una tradición autoritaria de fuertes raíces. El balance no podía ser peor. La democracia en Bolivia no solo carecería de sustento cultural, sino que estaría asediada por anticuerpos muy poderosos.
De manera que si la democracia requiere de condiciones materiales suficientes para desarrollarse, es lógico pensar que ante semejantes dosis de pesimismo, estos académicos sintieran sobre sí el peso de un reto monumental. Por eso desarrollaron un continuo esfuerzo por expandir la cultura democrática allí donde fuera posible hacerlo. Este colectivo de académicos impulsó iniciativas orientadas a multiplicar demócratas y hacer de la democracia algo más que una formalidad. Impulsaron, entre otras cosas, por ejemplo, la Ley de Partidos, con el propósito de obligar a las organizaciones políticas a celebrar elecciones primarias para elegir a sus candidatos. En la década del 90, el MIR, ADN y el MNR llevaron adelante comicios internos, no exentos de una fuerte conflictividad. Esta ley reguló también el financiamiento de las campañas o defendió los derechos de los militantes, permitiendo que la Corte Electoral intervenga con frecuencia en la vida interna de los partidos. Para los promotores de este esquema, no era admisible que los garantes de la democracia, los partidos, no fueran democráticos en su funcionamiento interno.
De igual modo, importantes reformas institucionales de la democracia boliviana gozaron de las luces de esta orientación académica como la implantación del Defensor del Pueblo, del Consejo de la Judicatura, del Tribunal Constitucional, de una Corte Electoral independiente, de la Participación Popular, del Diálogo Nacional, o de las audiencias públicas para el Parlamento.
No es casual que durante los años 90, el término “ciudadano”, pronunciado como una meta deseada, se haya puesto tan de moda. Se aspiraba a construir un tipo de actor político nuevo, auténtico producto de la democracia, que de forma individual y meditada, se hiciera protagonista de los procesos en la medida en que dejaba atrás los lastres totalitarios y corporativos, que recortaban sus potencialidades. Las enemigas concretas de la democracia eran entonces las formas coercitivas y plebiscitarias heredadas de la colonia y el periodo pre-colombino. Todo encuadre de las decisiones en gremios o estamentos, sean éstos militares, sindicales, oligárquicos o burocráticos, era percibido como rezago o rémora que la modernidad debía eliminar. Había llegado el tiempo del ciudadano, ese individuo liberado de ataduras, capaz de decidir por sí mismo, sin tutelajes, lo que mejor convenía a sus intereses.
Y, al parecer, la realidad política boliviana de los años 90 parecía encajar en los deseos de sus académicos. Así, al mismo tiempo que la teoría de la maduración democrática encontraba a su productor o ejecutante principal: el ciudadano; entraba en crisis la Bolivia de los cascos mineros, las botas, el ultimátum, el voto resolutivo y el comunicado a la opinión pública. Ni la Central Obrera Boliviana, ni los comités cívicos y menos las Fuerzas Armadas podían tener incidencia sobre el devenir nacional, salvo que actuaran en los marcos sensatos de la ciudadanía activa. La democracia en el país solo tendría futuro si lograba eludir o paralizar los resortes corporativos de la sociedad boliviana. Esa era la forma de resolver la difícil ecuación de una democracia que no había cumplido los requisitos materiales, que permitían una abundancia natural de demócratas. Si bien la sociedad no estaba saciada, al menos habría hallado las formas pacíficas y tolerables de expresar su insatisfacción. Dado que la ciudadanía desactivaba los rebrotes redistribuidores y confiscatorios, entonces la democracia era edificable en un país desigual e injusto como Bolivia. De esa manera era lícito pensar en aquel “lujo”, aterrizado en el mundo de las carencias crónicas. En efecto, la crisis casi terminal del sindicalismo minero y el repliegue de los militares a sus cuarteles, abrió la oportunidad para apostar a los electores.
Como observamos hasta acá, la democracia no sería en esencia un sistema de participación indiscriminada. Si bien el grado de participación es un rasgo vital para cualquier democracia, es el tipo de intervención, lo que termina por acreditarla. De acuerdo a la teoría de la maduración democrática, la participación debe ser solo ciudadana. Una interferencia de otro tipo es vista más como una amenaza o una anomalía. Participar mediante la organización libre y regulada de partidos o hacerlo a través del voto individual y secreto serían ingredientes fundamentales de la democracia. Sin embargo, la presencia beligerante y conflictiva de los grupos sociales haciéndose visibles mediante medidas de presión, sería más bien un síntoma de corporativismo, es decir, una conducta que pone en duda la vigencia de las otras maneras de participar. En el momento en que la amenaza o la presión se hacen práctica rutinaria, la democracia comenzaría a tambalearse.
Dicho en otras palabras, la democracia sería el sistema en el que los más numerosos mandan, pero solo si aquella voluntad es expresada de manera inocua para las minorías. Lazarte (1989) ha sido muy explícito al remarcar distinciones entre modalidades de participación, veamos: “un bloqueo de carreteras es un acto democrático, según la lectura de la izquierda histórica; pero no según la otra lectura, puesto que es un acto impuesto, que viola los derechos y la libertad de los otros, por ello un bloqueo es un acto de violencia (pacífica) contra los otros”.
De este modo queda claro que para esta corriente de interpretación, por democracia se entiende el imperio de la libertad y pluralismo, valores que ponen en un segundo plano la participación. Si quien participa, atenta contra los derechos de los demás, entonces está violando el pacto entre ciudadanos. La única participación válida debería ser aquella que queda definida por la ley y pasa por el sufragio. Regresando a los parámetros de inicio, la teoría de la maduración democrática coloca al elector como el actor central y casi monopólico. Sólo él sería capaz de hacer funcionar una democracia. No así el sujeto movilizado, quien encarnaría los intereses del anti-pluralismo y sería la expresión acumulada de las viejas corrientes no democráticas anidadas en la sociedad boliviana.
El boquete de la Participación Popular
Como es de suponer, la corriente de la denominada “maduración democrática” estuvo lejos de ser unánime. Dentro de ella podemos distinguir un conjunto de opiniones disidentes, que no llegaron a conformar una tendencia propia, dado que no se apartaron sustancialmente de las premisas dominantes, pero sí constituyeron un contrapunto interesante en el debate de los años 90.
No es casual que el momento más esclarecedor para esta ramificación del pensamiento haya sido la aplicación de las ideas, lugar en el que predominan las dudas y las posturas eclécticas. Fue el caso de la llamada “participación popular”. En abril de 1994, el primer gobierno de Sánchez de Lozada puso en práctica una reforma descentralizadora de amplio espectro consistente en dividir el territorio nacional administrativo en, aquel entonces, 311 municipios. La reforma implicaba básicamente la puesta en marcha de dos medidas: 1) expandir el territorio municipal a las zonas rurales a fin de abarcar todo el espacio físico de la república. 2) Entregar recursos a estos nuevos municipios de acuerdo a su número de habitantes.
Como se podrá apreciar, no se trataba de una política pública más. La participación popular abrió las puertas a una nueva dinámica de relacionamiento entre el Estado y la sociedad. En unos cuantos meses, la presencia estatal, normalmente escasa en el país o solo limitada a las ciudades capitales e intermedias, se expandió visiblemente. La llegada de recursos públicos a todos los rincones del país, pero sobre todo, la puesta en vigencia de una red de nuevas autoridades locales (alcaldes, concejales y vigilantes) antes inexistente, marcó el calado de la reforma.
El propio Presidente de Bolivia de entonces puso los fundamentos de la discusión en torno al tema. Sánchez de Lozada afirmaba que la participación popular era una “revolución democrática y ordenada”. Con ello quería decir que como toda revolución, esta descentralización provocaría hondas modificaciones en las relaciones de poder, pero con la notable diferencia de que para ello no se ejercía ni la violencia ni la confiscación. En otras palabras, repartía poder y dinero, pero no en desmedro de alguien, sino sólo en beneficio de quienes carecían antes de ambos. ¿Es esto posible? Al plantear las cosas de esa forma, el jefe del Estado estaba modificando los parámetros habituales del debate sobre las diferencias entre revolución y reforma. Al tratarse de una revolución, pero sin incurrir en sus costos, podía hablarse también de una reforma revolucionaria, es decir, el mejor de los mundos, porque alcanza a profundizar sus efectos, pero sin tener que pagar factura por los trastornos ocasionados.
Roberto Barbery (1997), uno de los teóricos de la participación popular, sostuvo en ese entonces que la reforma era “liberal, porque multiplica la democracia en el país; socialista, porque propende a la distribución equitativa de los recursos y nacionalista, porque reconoce a las comunidades indígenas”. No es poco lo que se ofrecía entonces. Estaríamos ante un proceso que parece dejar satisfechos a todos los polos ideológicos.
No es casual entonces que la participación popular haya sido la oportunidad para que otros modos de pensar, distintos a la teoría de la “maduración democrática”, se pudiesen aproximar al proceso de cambios puesto en marcha. Quizás la idea más fuerte haya provenido de Javier Medina, intelectual adscrito a los esquemas de la filosofía india. Medina fue parte de las orientaciones de la participación popular, pero justificó su inserción desde planteamientos alternativos a los que estaban en boga. Es cultor de la idea de que la participación popular apuesta a la “democracia participativa de matriz indígena”. Difiriendo radicalmente de Mansilla, Medina considera que Bolivia es un mosaico socio-diverso, en el que el bilingüismo subsiste junto a la reciprocidad y los paradigmas industriales. En otras palabras, el país congrega, para bien, lógicas distintas, que antes que confundirnos, nos entregan la oportunidad de aprovechar su complementación. Para Medina, apostar solo a la democracia representativa, como hasta ahora, constituiría un grave error, que la participación popular habría estado dispuesta a enmendar. La idea era combinar las virtudes de cada ámbito político propio, permitiendo que la comunidad mejore la dinámica de un Estado hasta ahora anquilosado por una sola perspectiva.
Si se mira con cuidado, Medina no aboga por una mera transacción entre dos sistemas enfrentados, no es tampoco un cese de hostilidades para coexistir. Está planteando una especie de “fertilización cruzada”, que equivale a sostener las diferencias, pero haciéndolas sinérgicas, es decir, disponiendo de todas las fuerzas para hacer funcionar un sistema diverso. Medina afirma que esta es una estrategia de “dosificación” política, en la que nada se desperdicia. Está muy lejos de creer que la democracia boliviana requiere solo de la formación de ciudadanos. Haciendo uso de una concepción más compleja, Media pretende recuperar otras tradiciones democráticas, que justamente emergen del pasado pre-colombino. Sin dejar de creer en la misma meta, Medina difiere sin embargo del método y del diagnóstico pesimista; eso lo convierte en un disidente suave de la corriente principal.
Esta posición en el debate no fue tan determinante como para engendrar una tendencia alternativa de interpretación de la democracia boliviana. La mayoría de los impulsores de la participación popular se limitaron a pensar en que esta reforma aproximaba o reconciliaba a la sociedad con el Estado y que en ese sentido, generaba una relación virtuosa entre ambos. No eran dos prácticas democráticas que se ponían en contacto, era más bien la transformación de la sociedad en un espacio más dócil para el ejercicio estatal. Para el conjunto de sus colegas, la manera en que Medina entendía la participación popular era apenas una lectura personal hasta un poco extravagante. Por ello, nunca formó parte de la teoría “oficial” y terminó diluida en los registros de la discusión.
De todos modos, las ideas de Medina procuraron convertirse en una especie de “boquete” dentro del plan general esbozado por el gobierno de entonces. Xavier Albó usó de esa metáfora en esos momentos (“boquete del katarismo”) para advertir sobre una posible aplicación alternativa de lo diseñado, una suerte de reapropiación de la reforma por parte de sectores excluidos. Para otros el término derrochaba mucho optimismo dentro de los marcos rígidos de una reforma estatal. Pese a ello, hoy, académicos como Moira Zuazo (2009) sostienen que la participación popular es responsable, en gran medida, de la gestación de movimientos políticos y sindicales que dieron alas a la llegada de Evo Morales a la presidencia. La hipótesis es fuerte. Nos lleva a pensar que la reforma fue capturada por la matriz corporativa de la sociedad boliviana y que en su aplicación terminó alimentando el descontento con la democracia vigente hasta impulsar actos movilizados orientados a una transformación del sistema político. Esta discusión conduce a creer en que, en efecto, la democracia boliviana no da lugar a conciliación y menos a sinergias entre fuerzas disímiles. La participación popular, dando lugar a una mirada ecléctica, habría sido un boomerang para los teóricos de la maduración democrática, o quizás, a estas alturas, la confirmación de que con el corporativismo no se transa. Ello contaría como una convalidación de sus premisas.
Los impugnadores: la democracia de los movilizados
Al estallar la crisis estatal de 2000 con el estallido de la Guerra del Agua en Cochabamba (abril) y los bloqueos en el altiplano paceño (abril y septiembre), comienzan a ponerse en duda los preceptos de lo que hemos denominado como teoría de la maduración democrática.
Resulta que después de dos décadas de relativa calma, Bolivia vuelve a ser lo que su Historia larga solía confirmar (bajo la óptica de Mansilla). Han resurgido las fuerzas que ya se creía sepultadas. Ya no es la COB del pasado, pero es, por ejemplo, la Coordinadora del Agua o son las Federaciones del Trópico. Las formas sindicales, que desde 1985 se habían revelado como infructuosas ante los embates estatales, comienzan a reactivarse vigorosamente y logran poner en jaque a las autoridades.
Así, lentamente, el ciudadano o elector es reemplazado por el sujeto movilizado. Súbitamente el mecanismo de toma de decisiones que estaba firmemente delegado en manos de los dirigentes partidarios pasa a ser irrelevante. Segmentos bautizados en ese momento como “anti-sistémicos”, se hacen del poder lentamente. Por primera vez en 20 años, las legitimidades se bifurcan y se ponen a competir entre sí. En uno de los lados aparecen las autoridades electas o designadas, y en la orilla del frente, nuevos líderes, cuyo mando emana de asambleas sindicales o ampliados.
Ante esta dualidad, el fundamento ideológico no tardaría en aparecer. Un grupo de académicos llamado “Comuna” comienza a producir textos con agilidad una vez concluida la Guerra del Agua. Su objeto predilecto de teorización es esta “otra” democracia. Se trata de un cuarteto de autores: Gutiérrez, Prada, García Linera y Tapia, quienes siguieron las pistas de un tipo de pensamiento que aspirando a remodelar el marxismo, retuviera las señas de identidad de la democracia, cuya legitimación ya lucía incontestable para entonces. El propósito central de este pensamiento fue comenzar a reivindicar el ideal democrático, pero ya no desde la perspectiva clásica liberal, sino desde una postura comunitaria, aunque también reputada como democrática.
Las ventajas políticas de este punto de partida eran claras. Nadie podría fustigar a los nuevos movimientos sociales calificándolos de anti-democráticos, puesto que lo que había que hacer era conferirles ese rasgo y profundizarlo. Similar operación ya había sido realizada una década atrás con partidos políticos como Condepa y UCS. Cultores de la corriente de “maduración democrática” como Carlos Toranzo o Fernando Mayorga habían logrado seducir con la idea de que a pesar de que Palenque o Fernández eran dos líderes formalmente opuestos al “sistema”, en realidad fortalecían la democracia liberal, porque traían bajo su mando a sectores sociales antes excluidos del esquema de representación vigente. Ambos autores desarrollaron la idea de que Condepa y UCS debían ser juzgados por sus prácticas antes que por sus discursos. Su aporte habría estado en que ensanchaban los alcances representativos del sistema democrático y que eso era lo esencial a la hora de analizarlos. ¿Por qué no pudieron decir lo mismo del MAS o el MIP? Seguramente, porque estos partidos ya no formaban parte del comportamiento ciudadano que se esperaba como legítimo. A diferencia de Condepa y UCS, estas otras organizaciones habían nacido de los sindicatos, pero sobre todo, preservaban el protagonismo del sujeto movilizado por encima del elector.
A raíz de ello, los teorizadores de los llamados movimientos sociales no serían ni Toranzo ni Mayorga, sino Gutiérrez, Tapia, Prada y García Linera. Ellos introdujeron nuevos esquemas explicativos, que ya no se desprendían de la teoría de la maduración democrática. “Comuna” se expresó sobre otros cauces y dejó de considerar que la principal preocupación debía ser el desarrollo de valores democráticos en una sociedad refractaria a ellos. Aquella prioridad no estaba en su agenda. El diagnóstico de estos autores se centraba en el ocaso de una democracia y el alumbramiento de otra. Por primera vez en este debate en el país, la democracia dejaba de ser vista como un sistema único y comenzaba a ser evaluada en su diversidad fáctica. Para “Comuna”, hay prácticas democráticas diversas y por ello es preciso hacer una clasificación de ellas. Estos autores distinguen la democracia representativa clásica, que habitualmente conocemos, de una a la que califican de “plebeya”, es decir, dotada de contenidos diferentes.
Así, por ejemplo, poco tiempo después de la llamada “guerra del agua”, Raúl Prada (2001) sostenía que “los sujetos sociales demandantes y movilizados no sólo son protagonistas y portadores de poderes concretos, sino son esencialmente las fuerzas efectivas de la democracia”. En el mismo libro, García Linera (2001) va mucho más allá cuando hace un análisis detallado de los dos primeros alzamientos en tiempos neoliberales, el de Cochabamba y el de las provincias de La Paz. Con respecto a la experiencia de la Coordinadora del Agua, García Linera sostiene: “Resultante de la ampliación a escala departamental de una serie de prácticas democráticas locales (…) la actual forma multitud se ha comportado básicamente como una forma de democracia y de soberanía política”. Estos nuevos teóricos no solo encuentran abundante democracia donde los otros académicos veían corporativismo, sino que incluso perciben un desarrollo aún más sólido de las prácticas consultivas. García Linera es claro al describirlas: “Se convirtieron en un tipo de organización social que no reconocía más fuente de autoridad que sí misma, esto es de gobierno asentado en un entramado de prácticas democráticas asambleísticas, deliberativas y representativas, que suplieron en los hechos al sistema de partidos políticos, al poder legislativo y judicial y, a punto estuvieron de hacerlo, al monopolio estatal de la fuerza pública”.
Como se puede observar, esta “otra” democracia no solo se diferencia del canon oficial, sino que incluso es capaz de reemplazar su funcionamiento y plantearse como forma alternativa para la toma de decisiones. García Linera llama a este tipo de acciones “democracia comunal”, y le confiere la utilidad de permitir que los comunarios deliberen sus acuerdos y los conviertan en norma obligatoria para todos los que participaron en su elaboración. Claro, no podía ser de otra manera, dado que el detonante de esta participación es la movilización, momento en el que no caben las disidencias pues se trata de doblegar al adversario común. Por todo ello, no es casual que Luis Tapia (2001) equipare democracia con soberanía. Tapia recuerda que la historia de la democracia no contiene solamente “la lucha por el reconocimiento de derechos políticos y de representación, como dirían los liberales”, sino que son “procesos de disputa del excedente”. He aquí el redimensionamiento de la democracia, vista ahora como episodio importante de la pelea por la redistribución económica. “Hoy, la multitud reunida delibera directamente, propone, rechaza, modifica y aprueba. Los dirigentes solo transmiten. Una vez más, el poder de decisión es reapropiado por las estructuras sociales que, en un acto radical de insurgencia política, derogan el hábito delegativo del poder estatal para ejercerlo ellos mismos (Gutiérrez, García, Tapia)”. Lo descrito es para los autores el ejercicio de la democracia plebeya, una práctica nueva, germinada en el seno de las movilizaciones. Acá el ciudadano, es decir, el elector aislado ante el sufragio, es reemplazado por la persona movilizada, quien no solo tiene una preferencia, sino que la exhibe con sus acciones directas.
El punto de partida de esta nueva mirada es que en Bolivia coexisten diversos regímenes civilizatorios (García Linera, 2004). Cada uno de ellos se caracteriza por tener no solo formas distintas de producir riqueza o simbolizar el mundo, sino sobre todo por contar con diferentes vías de elegir autoridad.
Frente a la idea de que hay un solo orden democrático posible, “Comuna” abre el abanico a la pluralidad y al hacerlo modifica radicalmente los términos del debate. Las premisas de los teóricos de los 90 quedaban así sacudidas. El anterior esquema en el que el corporativismo y la democracia se enfrentaban por legitimarse ante la cultura cívica de la gente estaba siendo reemplazado por una pugna civilizatoria, que cargaba ancestrales antecedentes. Aquello que había sido visto como corporativo por los académicos de los 90, aparecía ante los ojos de “Comuna” como la “otra” democracia. En ese contexto, los valores nítidamente antagónicos se hacían relativos. La cultura o el desarrollo democrático ya no actuaban sobre una especie de vacío normativo o sobre los anti-valores del patrimonialismo y el corporativismo, sino que se enfrentaban a fundamentos distintos, pero no necesariamente nocivos. Surgía con ello otro vocabulario. Lo que antes se llamaba corporación o estamento, adquiría el nombre más presentable de “forma multitud”. Respaldados por autores como Toni Negri y Michael Hardt, los miembros de “Comuna” teorizaban sobre los efectos benéficos de las masas congregadas en las plazas, trascendiendo por sí solas a las anquilosadas estructuras sindicales del pasado. En ello se valoraba la espontaneidad, la creatividad y la flexibilidad de los nuevos sujetos, que dejaban atrás la tradición de clase y se revestían de nuevos atributos como la acción en red o la vigilancia desde la base. Todo ello se articulaba además a un amplio movimiento planetario de resistencia al orden económico vigente. Ya no hablaba la clase; hablaba el vecindario, el grupo de jóvenes, los clubes de madres, los jornaleros ocasionales, la red Internet y la contra-cultura.
Sobre todo en Gutiérrez encontramos este deseo de fundar un nuevo pensamiento democrático sobre la base de lo comunal de base. Inspirada en la doctrina zapatista de su México natal, Gutiérrez trata de hallar y fortalecer los nexos entre las experiencias en Cochabamba u Omasuyos y las redes alternas de resistencia en Chiapas. Lo indígena es visto como una nueva calidad de lo democrático.
Estamos ante otro concepto de democracia. La llamada democracia comunitaria es contrapuesta a la representativa o liberal. Pero veamos de inmediato cuáles son sus características. Básicamente se señala que la democracia comunitaria tiene como actor central al sujeto movilizado. Se trata de aquellas personas convocadas para la acción, es decir, dotadas de una voluntad para incidir fuertemente en lo público. Ello permite que las decisiones no sean delegadas a un cuerpo representativo, como habitualmente sucede en esquemas democráticos tradicionales, sino que cada sujeto actúe y se movilice sin mediaciones.
En ese sentido, cada uno de ellos es capaz de ejercer el cargo público de manera rotativa. Todo miembro de la comunidad debe entonces transcurrir por una cadena de deberes sociales, que lo hacen merecedor de un cargo temporal. Entre académicos como Ticona, esto se denomina como el thaki o camino. El énfasis en cada caso está puesto en la responsabilidad con la que se cumple una función determinada. A medida que se va necesitando el ejercicio de ciertos poderes, éstos van circulando entre los sujetos de la comunidad. Así, antes que una circulación de élites, típica de la democracia tradicional, lo que tenemos es una circulación de cargos entre todos. En este caso se pondera el hecho de que acceder a un cargo está muy lejos de ser un privilegio, es más bien una “carga”, que se lleva estoicamente a nombre de la comunidad. El poder es acá un tributo, un don que se obsequia a los demás.
Dado que la base del sistema democrático alterno no es un elector que delega su voluntad a un cuerpo representativo en el que confía, sino un sujeto movilizado que ha tomado la concreción de sus derechos en sus manos, entonces los niveles de representación son escasos o sólo abarcan lo indispensable. Por eso en estos ámbitos se habla tanto de auto-convocatoria y auto-gobierno.
Es sencillo darse cuenta de que bajo esta manera de concebir el proceso, las llamadas bases “materiales” de la democracia adquieren otro carácter. En esta lógica, la democracia también necesita cimientos, pero éstos tienen que ver ya no con la generación de una base material propiamente dicha, sino de una base cultural o política (la propia movilización), que es la que permite que los sujetos convocados se hagan presentes y usen su recién adquirido poder. Así, los llamados “guerreros del agua”, jóvenes organizados en contra del alza de precios del servicio, obtienen una cualidad nueva en el momento en que derrotan a la policía y toman la plaza central. A partir de ese momento, convertidos en sujetos movilizados, se envisten de un tipo de poder inusitado. Esto les permite cualificarse para ingresar a la esfera pública y es de esa forma en que se hacen visibles. Acá no impera la lógica de un ciudadano, un voto; que no es otra cosa que la igualación de todas las opciones tomadas en un colectivo. Lo que prima es la adhesión a una causa acreditada por la mayoría como parte del “bien común”. Y serán entonces los “guerreros del agua”, junto a las organizaciones sindicales de campesinos, regantes y vecinos, quienes constituyan una suerte de poder emergente, que es el que toma las decisiones de manera multitudinaria. García Linera advierte que la diferencia entre esta forma multitud y las otras, es que cada uno de los asistentes habla a nombre de su organización y debe rendirle cuentas a ella. Ya no es la representación abstracta, entregada a la persona del prefecto de entonces, sino la gente congregada quien define la situación en los marcos del conflicto. Se trata de un acto de fuerza, claro, pero envestido de clamor mayoritario, es decir, reforzado por un tipo de democracia que emplea otras condiciones de posibilidad.
Son estos planteamientos los que poco a poco van socavando la idea de la maduración democrática. Los problemas de Bolivia no habrían tenido que ver con la pervivencia de una matriz autoritaria, cubierta bajo un barniz democrático. Los problemas de Bolivia tendrían que ver más bien con la escenificación de una farsa democrática institucional, claramente enfrentada a esquemas nacidos de otras civilizaciones, que conciben la democracia de otra manera. Estamos acá, si se quiere, ante un verdadero impasse conceptual. La misma realidad es percibida de forma antagónica y no parece haber lugar para una conciliación de perspectivas.
¿Hay acá una democracia más allá de la democracia formalmente proclamada?, ¿ambas maneras de concebir la autoridad deben coexistir, enfrentarse o complementarse?, ¿lo que vivimos hoy es la lucha de dos tipos irreductibles de democracia?
Lo que sucede en la vida práctica
Lo inmediatamente perceptible es que mientras más restringido es el ámbito de intervención de las decisiones públicas, más realizable parece el ideal de la democracia de base o comunal. Al mismo tiempo, mientras más abarcadores son los temas en debate, más grados de representación se hacen indispensables.
Incluso en sus tiempos de mayor descrédito, la democracia siempre fue practicada en núcleos reducidos de individuos considerados pares. La propia teoría de la comunicación considera que el diálogo pleno solo puede darse en círculos pequeños de hasta diez personas, donde todos los miembros gocen de cierta horizontalidad entre ellos. Una ampliación de este espectro ya obliga a construir jerarquías y portavoces. Por ello, el supuesto antagonismo entre la democracia representativa y la participativa no deja de ser algo forzado o artificial. No puede haber una sin la otra. Donde es posible y deseable la participación plena de todos, habrá condiciones para ello, pero cuando desde el punto de vista logístico, la participación se obstruye a sí misma, no quedará más remedio que introducir dosis equivalentes de delegación y vigilancia. La fórmula ideal parece ser: tanta participación como sea posible, y tanta representación como sea necesaria.
En ese sentido, todo esquema democrático cuenta con sujetos movilizados, pero también con electores. Los primeros son aquellos vivamente interesados en un tema o clivaje, son los “guerreros” fuertemente comprometidos con una causa. Sin ellos la democracia perdería impulso y se sostendría como una rutina desprovista de motores. Sin embargo, una democracia sin electores tampoco podría hacerse creíble, porque sería la mera suma de actos de fuerza. Los electores son todos, interesados o no, motivados o simplemente desinformados. Ellos siempre optarán por delegar, porque no se conciben como activistas. Tienen preferencias, antes que causas por las cuales luchar. Habrá momentos de alto conflicto, en los cuales los movilizados desarrollen la agenda y le impriman su sello. En esos periodos de tiempo, los electores permanecerán replegados y expectantes, y con ello convalidarán (delegarán) lo hecho por los movilizados. Dado que muchas veces hay movilizados de diferentes bandos, tampoco será raro que acciones contrapuestas, terminen neutralizadas entre sí. En esos momentos de vacilación, no quedará más remedio que entregar la decisión al conjunto de los electores, quienes finalmente recompondrán las decisiones con base en lo presenciado o espectado. Toda democracia juega con esa dialéctica. Los cambios no podrán darse sin recurrir a los movilizados, pero éstos solo serán duraderos si cuentan además con el respaldo de los electores, que transforman los cambios en reglas institucionales.
Los académicos de los 90 pensaron que una democracia de puros electores era la llave para la estabilidad y no estaban equivocados. Durante 20 años experimentaron la validez de su idea. De ser uno de los países más turbulentos de América Latina, Bolivia pasó a ser uno de los más calmados y armónicos. Esto se dio porque los sujetos movilizados tuvieron escasas ocasiones para hacerse notar. Fue la gran masa de electores la que finalmente fue dirimiendo los acontecimientos tras observar el comportamiento de sus representantes. Sin embargo, ya para el año 2000, el descontento y el malestar fueron movilizando a cada vez más personas. Ante ello, los académicos del siglo XXI se maravillaron por la aparición de nuevos mecanismos de decisión, que solo pueden establecerse en periodos de movilización. Al empuje de las asambleas, los sindicatos, juntas vecinales o comités cívicos fueron sustituyendo cada vez con más contundencia a los electores. Sin embargo, la proliferación de grupos movilizados con banderas antagónicas llevó siempre a la necesidad de dirimir a través de las urnas. De esa forma, electores cada vez más arrastrados por la polarización de los hechos, acudieron a las ánforas para avalar las nuevas reglas del juego.
En efecto, los académicos del 90 aspiraban a entregar al ciudadano, es decir, al elector, la dirección monopólica del proceso. Para ello, buscaron su intervención cada vez más frecuente como medio para disolver la perturbación inagotable de los movilizados. Consideraron, no sin razón, que abriendo espacio a la mesura de quienes no se movilizan, estaban estabilizando la gestión de lo público. Por su parte, los académicos de la primera década del siglo XXI encontraron que el sujeto movilizado tiene razones que son imprescindibles de atender, dado su carácter impostergable y urgente. Entonces, lejos de restarle legitimidad a sus embates, le asignaron la cualidad democrática, que los otros académicos le habían negado. Al reconocerlos, plantearon una especie de sinceramiento del país con su población. “Somos así y más vale aceptarlo”. Con ello no eliminaron al ciudadano o elector, sino que le entregaron la última palabra. Esto significa que ahora el sujeto movilizado impulsa activamente la agenda del debate hasta el límite en que solo una decisión soberana o suprema debe terminar por coronar el proceso. Entonces llega el elector, para intervenir plebiscitariamente, mejor si vía referéndum, y consolidar lo avanzado. Lo hace, no para contradecir la voz del movilizado, sino las más de las veces para darle la razón y así, serenarlo.
Como vemos, no estamos hablando de dos democracias, sino de una sola con énfasis diferentes. Y claro, una vez más, el debate se define dentro de las llamadas “condiciones” de posibilidad de la democracia. Mientras para los académicos de los 90, la democracia se sustentaba en la anulación incruenta de los movilizados, lo cual daba paso al casi monopolio de los electores; para los académicos más recientes, los movilizados antes que amenazar, cualifican a la democracia. En ese sentido, lo que corresponde es integrar sus embates, darle sustancia y, sin marginar a los electores, darles la decisión última, la que sella o institucionaliza las maniobras de los movilizados.
No es casual por ello que el referéndum se haya convertido en el mecanismo democrático más usado en este periodo. Entre 2004 y 2008, Bolivia ha organizado cinco votaciones de este tipo en torno a temas específicos sobre los cuales se prescindió de la delegación. A ellos se suma ahora la consulta de febrero de 2016. Fueron actos de democracia directa donde el electorado no nominó representantes para que tomen decisiones, sino que decidió frontalmente. Cada uno de esos referéndums fue el desemboque de múltiples movilizaciones. Fue la convalidación final que necesitaron quienes salieron a las calles en pos de determinados objetivos. El referéndum es el medio que mejor expresa la dialéctica entre movilizados y electores en Bolivia; es el ancla que vincula sus dinámicas. Los movilizados impulsan el conflicto hasta derivar en dos opciones y los electores tienen la palabra final. Ha sido la manera en que los bolivianos hemos podido conciliar las dos fuerzas, es decir, equilibrarlas.
El ejemplo más claro tuvo lugar en octubre de 2008. Una movilización encabezada por el Presidente Evo Morales terminó sus pasos en la plaza Murillo, donde está la sede del Poder Legislativo. Exigían la aprobación de una convocatoria al referéndum para la aprobación de una nueva Constitución. Los movilizados montaron allí una vigilia en espera amenazante de la ley. Dentro del edificio, las bancadas del oficialismo y la oposición negociaban y redactaban los cambios a la Carta Magna. El Congreso se había erigido en Constituyente y condicionaba la convocatoria al referéndum al tipo de texto que se pondría a criterio del elector. La multitud estaba en condiciones de arrasar con el parlamento e imponer los criterios de sus dirigentes, el Congreso estaba en condiciones de huir legítimamente dejando todo en la nebulosa. Ninguno de los extremos pudo abrirse paso. Al día siguiente, los movilizados festejaban la convocatoria. Habían conseguido que sus intereses pasaran a consulta de los electores. Estamos hablando de un encauzamiento institucional de la acción callejera, de un forcejeo al final virtuoso entre dos polos que dicen practicar la democracia.
En el país, los movilizados le deben mucho a la democracia del elector. Gracias a ella han alcanzado visibilidad y prerrogativas. Hay quizás entonces un respeto inconfesado de las calles por las posibilidades de apertura institucional y pacífica. El voto ha llevado a los líderes de las movilizaciones al ejercicio del poder formal. No parece haber entonces un desencuentro entre ambos. Movilizado y elector han sabido sincronizarse. La democracia boliviana avanza gracias el empuje de los movilizados (por su empuje, no se estanca), pero no se descarrila, gracias a la vigencia aceptada de los electores. Son como el acelerador y el freno, dos funciones imperativas para conducir con prudencia.
La implicación de este desarrollo de ideas es que las dos corrientes académicas tratadas no son ciertamente antagónicas. La misma práctica ha abierto la posibilidad de hacerlas funcionar en convergencia. Hoy por hoy, sería imposible mantener la ortodoxia en ambas, dado que el ejercicio democrático concreto que los bolivianos hemos exhibido, no le da la razón a ninguna de las tendencias. No tenemos un estado de movilización permanente que habilite a prescindir del elector, pero tampoco podemos volver al tiempo en el que la movilización parecía ser una anécdota marginal. Electores y movilizados están fuertemente presentes en la coyuntura actual. Una teoría democrática que sea fiel al proceso debe otorgarles importancias equivalentes.
Conclusiones
Para concluir, parece que es importante potenciar la utilidad de este desarrollo de ideas en la confección de un guión orientado a la producción de un audiovisual sobre la democracia en Bolivia. ¿Cuál podría ser el valor de estas reflexiones de cara a una pieza audiovisual? Enumeremos.
Aspirando a hacer converger la teoría de la maduración democrática con la de los regímenes civilizatorios, podría decirse que toda democracia está compuesta por ingredientes intensos y extensos. Los primeros se distinguen por su actividad febril; los segundos por su presencia discreta, pero concluyente. Los primeros son eficaces, pero efímeros; los segundos son silenciosos, pero constantes y definitivos.
En ninguna democracia puede haber una movilización permanente, pero tampoco una pasividad nunca interrumpida. Cada causa de acción colectiva siempre será parcial, jamás podrá agrupar al 100% de los ciudadanos. Por lo tanto, toda democracia tiene que encarar esta asincronía y debe desarrollar mecanismos institucionales para hacerlo.
Sin embargo, para ser plenamente democrática, toda decisión debe contar con el involucramiento de todos, incluidos quienes no tienen interés en decidir nada. Ello genera una distancia entre quienes se involucran activamente con las decisiones y quienes optan por quedarse al margen. Las determinaciones finales las toman frecuentemente quienes no arriesgaron ni prefiguraron los hechos, sin embargo lo hacen también inspirados en los que sí arriesgaron el pellejo.
Por lo señalado, puede decirse que la democracia boliviana contemporánea es de alta intensidad. No apuesta, como hizo en la década del 90, a la anulación incruenta de los movilizados, sino a su activación permanente. No es casual que esta opción sea percibida como una amenaza y es que toda acción movilizada implica segregación de quienes no participan en ella. Toda hilera de acciones orientadas por una estrategia particular, desafía siempre a las instituciones y al hacerlo, pone en riesgo consensos previos o constituidos. Esta es una fuente continua de inestabilidad, que solo puede ser conjurada en la medida en que sigan siendo los electores quienes convaliden los nuevos consensos. Es lo que se conoce como la pugna entre el poder constituyente y el poder constituido.
La misma democracia cuenta con sus movilizados y sus electores, bajo un mismo consenso normativo. Pensar así ayuda a tener una mirada no dicotómica del proceso. De ese modo, acciones tan disímiles como la marcha por la Constitución de octubre de 2008 o el cabildo por autonomías en Santa Cruz en enero de 2004 podrían ser vistos como ingredientes de una misma democracia de alta intensidad y fuertes recomposiciones.
Una mirada de ese tipo aminoraría las cargas peyorativas que despierta toda acción movilizada entre los que no se sienten convocados. Se entendería que quienes salen a la calle, así sea para invalidar a un otro, también movilizado, están formando parte de un mismo sistema de decisiones. Por ello no es casual que en una misma normativa hayan podido caber las autonomías departamentales y las autonomías indígenas.
La democracia está organizada por momentos concretos, unos de intensidad y otros de extensión. Pensarlo de ese modo ayuda a objetivar con más calma lo que ocurre. Una elección es siempre un momento extensivo, en el que todos acuden a las urnas relajados y confiados. Es el momento en que los movilizados descansan. Pero, un conflicto es lo contrario, se trata de un tiempo intensivo. En ello no todos cuentan del mismo modo, hay distinciones legítimas entre quienes se movilizan y quienes no lo hacen. En ese sentido, la participación no es igualitaria, sino selectiva y hasta nociva para muchos. Estas acciones fueron vistas como anti-democráticas y corporativas. Quizás sea la hora de valorarlas como ingrediente necesario de una sociedad que no puede quedarse estática. Es de aquí de donde surgen los temores de una asonada contra la democracia. Sin embargo, se podría poner en perspectiva el dato de que al final no son los movilizados los que tienen la última palabra. El voto es finalmente el acto con el que se cierran los procesos en Bolivia y esta es la fuente para confiar en el futuro de la democracia. Es evidente que los movilizados han construido la agenda del voto, es decir, han elaborado las opciones sobre las cuáles decidimos, pero tampoco su importancia va más allá. Son protagonistas de la coyuntura, pero no quienes le dan su última cualidad democrática.
Por todo ello, analizar las implicaciones del uso del referéndum en el país es una acción valedera. El referéndum se ha transformado en la herramienta democrática ideal para articular a electores y movilizados. Al ser un medio de decisión directa, no delegativa, recompone las dimensiones de la democracia tal como se la conocía hasta 2004. Abre la posibilidad de que las movilizaciones deriven en un acto electoral, con lo cual recompone las relaciones siempre tensas entre quienes ocupan las plazas y quienes miran desde los balcones. De forma intuitiva, el país parece haber encontrado una fórmula para sincronizar lo aparentemente no sincronizable. En tal sentido, un audiovisual que analice esta dinámica podría abrir un nuevo debate sobre la democracia en Bolivia, la cual, en contra de lo que se piensa, cada vez adquiere rasgos más homogéneos. Escapando de la idea de la polarización irremediable, unos y otros siguen el mismo itinerario: acción callejera, negociación, consulta electoral. Estamos lejos entonces de tener regímenes civilizatorios tan demarcados, y habría un sentido compartido de cómo tomar decisiones.
Bibliografía
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NOTAS
Es conocida la objeción argumentada de Amartya Sen con respecto a la presunción de que la democracia es un producto europeo. El economista indio demuestra que, por ejemplo, en Asia, hubo periodos largos de vida democrática, aunque el sentido de esas experiencias no pueda ser catalogado bajo parámetros actuales. Estas evidencias no desmienten el hecho de que la democracia nunca haya gozado de mucha popularidad entre los pensadores.
En efecto, el referéndum ha sido usado por el oficialismo y la oposición con el mismo entusiasmo. A ambos les ha servido para coronar movilizaciones exitosas. Desde la Media Luna se lo ha empleado para culminar con la implantación de las autonomías, y desde el gobierno, ha sido para poner en marcha la aplicación de la nueva Constitución.
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