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En la Guerra del Chaco, ¿hubo algún titiritero?


Este ensayo pretende encaminar una perspectiva histórica distinta a la asumida hasta hoy por la mayoría de los participantes en el debate sobre las causas del conflicto bélico desarrollado entre Bolivia y Paraguay en el lapso 1932-1935. Uno de los asuntos más controvertidos en aquella coyuntura fue la búsqueda de culpables de la guerra latinoamericana más costosa en vidas del siglo XX. En efecto, si en algo coinciden todos los analistas, es que la del Chaco fue una confrontación inútil. El que dos de los países más pobres de Sudamérica hayan financiado la muerte de 80 mil soldados y civiles en tres años de disputa por un territorio estéril y despoblado hasta nuestros días, aparece todavía como un absurdo ante cualquier balance contemporáneo. Por eso la pregunta más recurrente tras la firma de la paz en 1938 fue: ¿quién llevó a Bolivia y Paraguay a ejercer tal derroche de irracionalidad?

La respuesta más difundida entre los intelectuales que trataron las causas de esta guerra tiene directa relación con la economía. Hasta hoy, para la mayoría de las voces, el conflicto tuvo su origen en el anhelo de control del supuesto petróleo que pronto iría a fluir desde desierto chaqueño en beneficio de la nación victoriosa. Herbert Klein expresa esta idea con claridad cuando escribe que “la opinión popularmente aceptada casi de inmediato como la verdadera es que la Guerra del Chaco fue el resultado de un conflicto básico sobre terrenos petrolíferos entre la Standard Oil Company of New Jersey, con el apoyo de concesionarios bolivianos, y la Royal Dutch Shell, con base en Paraguay”. El objetivo de esta investigación es poner a prueba tal hipótesis en uso de la mayor cantidad de datos disponibles. En ese sentido, la pregunta central de nuestra indagación es: ¿cuál es el peso real que tuvieron las empresas petroleras en el estallido y desarrollo de la Guerra del Chaco? Ello nos llevará automáticamente a reflexionar sobre la importancia del petróleo como eje articulador y explicativo del conflicto.

En un principio, el desafío que significaba absolver la duda mencionada hacía temer por un fracaso, dada la aparente ausencia de información confiable sobre el tema. Sin embargo, hasta aquí, las piezas del rompecabezas parecen encajar de forma plausible. He aquí el resultado.

Abanico de “culpables”

De acuerdo al inventario realizado por el historiador norteamericano Leslie Rout (1970), dos son las opiniones dominantes en América Latina sobre la identidad de los “culpables” de la Guerra del Chaco. La primera es la ya citada por Klein, es decir, dos países que actúan como las marionetas de dos compañías en lucha encarnizada por adueñarse de las fuentes de petróleo del mundo. Rout sostiene que esta tesis es compartida sobre todo por intelectuales bolivianos y argentinos. El ejemplo más claro de ello está en la frase de Sergio Almaraz: “Dos pueblos manejados por titiriteros desde Nueva York y Londres”.

La segunda postura señala que la Standard Oil es la única responsable del conflicto, porque una vez que ésta desarrolló el potencial petrolífero de Bolivia, aspiraba a exportar hidrocarburos, para lo cual necesitaba de una salida al mar. Para entonces, el único acceso estaba, aparentemente, en el curso del río Paraguay hasta la desembocadura final en las aguas del Atlántico. De acuerdo a esta hipótesis, sólo la conquista del Chaco por parte de las tropas bolivianas le hubiese abierto paso al petróleo de la Standard Oil. Este fue el argumento más usado por intelectuales paraguayos, que jamás aceptaron que su país estuviera a las órdenes de la Royal Dutch Shell, empresa anglo holandesa que tenía concesiones en el Chaco otorgadas por Asunción.

Como vemos, en ambos casos, la imagen del titiritero y el títere se hace presente con nitidez. De acuerdo a la perspectiva nacionalista, dominante en ese tiempo, países dependientes como Bolivia o Paraguay están condenados a obedecer consignas de poderes supra soberanos como las empresas petroleras de talla mundial. Esta perspectiva le niega todo margen de acción a los estados nacionales, víctimas de esta correlación de fuerzas tan aplastante. Gracias a esta explicación, al considerarse juguete de fuerzas externas, los estados nacionales se despojan de la responsabilidad sobre sus actos y están en condiciones de endosar las culpas a sus eventuales verdugos económicos. No es raro entonces que este discurso de “país víctima” haya sido tan empleado por los políticos involucrados en la confrontación bélica. De hecho, los militares bolivianos que nacionalizaron el petróleo después de la guerra, eludieron sus culpas en cuanto a la conducción de la derrota nacional, acusando a la empresa norteamericana de haber saboteado la causa bélica de Bolivia.

Una tercera definición de las causas de la Guerra del Chaco es la consignada por Klein quien señala que éstas “hay que buscarlas más bien en el conflicto político interior de Bolivia y en las tensiones provocadas por la depresión mundial en un sistema político frágil”. El autor aclara que entender los hechos de esta forma no significa que restarle importancia al factor petrolero, que si bien jugó un papel, no fue el que le asignó el discurso nacionalista boliviano, argentino o paraguayo. Sólo para completar el escenario, es importante decir que en el periodo de estallido de la guerra, Klein registra en Bolivia la combinación explosiva de una crisis económica severa por la caída de los precios de estaño y una agitación social aguda en protesta por la condiciones de pobreza e injusticia en las que vive la mayoría del pueblo boliviano. Así, el conflicto bélico le habría servido al presidente boliviano Daniel Salamanca como una válvula de escape para unir al país y estabilizar su malogrado poder político.

A primera vista, ninguna de las tres explicaciones parece ser satisfactoria por sí sola. Resulta tan difícil creer que un país de varios millones de habitantes se convierta en el títere social de una empresa extranjera, como que una ola de protestas sociales acorrale tanto a un Presidente como para mandar a sus conciudadanos a morir en las trincheras. El sentido común indica que la Guerra del Chaco fue originada por una combinación de causas y hasta de azares, que corresponde valorar adecuadamente. En la realización de ese diagnóstico, nos interesa además saber cuán importante fue el petróleo como motivación de las acciones bélicas y políticas que emprendieron los distintos actores del conflicto.


Las “Guerras” del Petróleo

Una primera constatación, resultante de los datos sistematizados aquí, es que el poder de las empresas petroleras, denunciado con frecuencia como la expresión más condensada del imperialismo económico, siempre ha sido muy volátil y cambiante. La historia económica de los truts en hidrocarburos es un ejemplo de un dinamismo vertiginoso. Algunos datos expresados cronológicamente a continuación dan cuenta de ello.

En 1840, la Academia de Ciencias de San Petersburgo dictaminaba sobre el petróleo: “esta materia hedionda no sirve para nada, a no ser, tal vez, para lubricar las ruedas de los carros”. Sólo 9 años más tarde, el coronel Drake, un norteamericano, empezaba a explotar ese mismo líquido viscoso en Pensilvania, y Henry Ford estaba a punto de inventar el automóvil. Más adelante, en 1861, se ponía en marcha en Estados Unidos el “cracking”, un método efectivo de refinación, con el que cuatro años después John D. Rockefeller empezó a destinar todas sus horas hábiles a la edificación de una empresa petrolífera de éxito. En 1870, este futuro millonario fundó la Standad Oil of Ohio, con un capital de un millón de dólares. Siete años más tarde, esta empresa había acaparado todo el negocio de la refinación en Estados Unidos con lo que se apoderaba del 95% del mercado mundial de los hidrocarburos refinados de ese tiempo. En 1882, la fortuna de Rockefeller ya había ascendido a los 70 millones de dólares gracias al control de nueve décimas partes del transporte de petróleo y de sus derivados en su país. Esta concentración de riqueza daba lugar en 1882 al poderoso trust bautizado con el nombre de Standard Oil Company. No pasarían ni tres años y ya la inmensa empresa está compitiendo fuera de los Estados Unidos, respaldada por la producción más grande de ese tiempo que era la norteamericana.

Muy lejos estaba la época en que el petróleo sólo servía para iluminar lámparas o curar enfermedades como el reumatismo o la tuberculosis. Para entonces los 25 barriles diarios explotados por Drake habían logrado saturar el mercado estadounidense, sin embargo, con la predominancia de los vehículos a gasolina y las múltiples aplicaciones en la industria, la producción mundial de petróleo subió entre 1873 y 1939 de 11 a 2.150 millones de barriles anuales.

En una primera etapa, la principal beneficiaria de este auge productivo fue sin duda la Standard Oil. En menos de tres décadas (1871-1899), la empresa dirigida por Rockefeller obtuvo ganancias por 100 millones de dólares. Todos los análisis coinciden en afirmar que la estrategia del magnate consistió en lograr el control del transporte ferroviario para los hidrocarburos. En un proceso de concentración con pocos precedentes, la Standard Oil of Ohio, una entidad más entre las 250 refinadoras de Cleveland en 1872, consiguió, en sólo cinco años, comprar o hacer quebrar a sus competidoras. Para ello, se asegura, obtenía tarifas rebajadas en los trenes a cambio de garantizar a las empresas ferrocarrileras un flujo constante y regular de carga. El resultado logrado en Cleveland se reproduce más tarde en todo el país. Para 1888, la Standard Oil era propietaria de nueve décimas partes de la industria de refinación petrolera. Se había convertido en un monopolio y ya chocaba con las leyes en contra de estas formaciones.

Al margen de que este éxito haya sido coronado mediante métodos poco éticos, el hecho es que se consolida y provoca una reacción muy fuerte entre los pocos refinadores independientes que quedaban en los Estados Unidos. Comienza entonces la “leyenda negra” de la Standard Oil, una de las empresas más atacadas de fines del siglo XIX.

Todas las historias de la empresa convergen en señalar los métodos monopolísticos que empleaba. Cuando ya había conseguido concentrar en sus manos casi todas las refinerías norteamericanas y abaratar al máximo el transporte por ferrovía, se enfrentó a un bloque de empresas independientes que amenazaba con construir un oleoducto a fin de llevar su petróleo hasta la costa atlántica a precios 16 veces más bajos. La Standard Oil emprendió entonces una verdadera guerra contra esta nueva técnica de traslado por bombeo. Entre 1878 y 1879, el poderoso consorcio impidió por todos los medios la construcción del oleoducto que le privaría del monopolio en el transporte de hidrocarburos. Para ello, señalan varios autores, promovió huelgas, “compró” autoridades y agrupó a empresas ferrocarrileras y granjeros para que se opongan al tendido de la línea. A pesar de toda la oposición articulada por Rockefeller, finalmente los esfuerzos de los refinadores independientes lograron cristalizar. El primer oleoducto del mundo ya cruzaba los montes Alleganhy y Estados Unidos se convertía en la pionera de la exportación petrolera.

Esta fue la primera derrota de la Standard Oil en su país, sin embargo no tuvo efectos muy duraderos. Dado que la empresa prácticamente monopolizaba la refinación del petróleo norteamericano, le resultó muy fácil imitar a sus competidores. En octubre de 1883, la compañía ya controlaba nueve décimas partes del transporte por tubería.

Hasta aquí, todos los datos demuestran, que en efecto, la Standard Oil Company era un poder tan gravitante que no le hubiese costado mucho esfuerzo empujar a países pobres como Bolivia y Paraguay a una guerra por los recursos del subsuelo. Sin embargo, todavía no había concluido el siglo XIX y en otros sitios del mundo, el desarrollo petrolero está lejos de quedar en reposo.

En efecto, en momentos en que la Standard sienta las bases para tener en su poder dos mil kilómetros de oleoductos (el equivalente a cinco veces la circunferencia de la Tierra) y una inversión mundial de mil millones de dólares (datos de 1934), en los albores del siglo XX (el año 1903), dos compañías con considerables ventajas, la holandesa Royal Dutch y la inglesa Shell Transport and Trading se fusionaron para convertirse en el principal dolor de cabeza de Rockefeller. La primera contaba con yacimientos distribuidos en todo el globo, mientras la segunda gozaba de la protección de la Marina británica, que era una de sus principales accionistas. Los pozos se unían a la protección política y a una buena flota de barcos mercantes. Eran elementos de los que la compañía norteamericana carecía.


La diferencia fundamental entre los dos gigantes del petróleo era muy sencilla. Por las características del mercado estadounidense, la Standard Oil optó por especializarse en la refinación y el transporte. Dada la proliferación de pozos en la rica Pensilvania, lo cual echaba por los suelos el precio del crudo, la empresa comprendió que las ganancias giraban alrededor de la elaboración y comercialización de los derivados del petróleo. Estaba en lo cierto. Mientras los extractores se peleaban por vender su producto en bruto, el grupo Rockefeller ganaba el mercado de los consumidores domésticos, obligándolos a pagar sus precios monopólicos. El mismo fenómeno puede percibirse en la exportación. Los países consumidores como Alemania o Italia, al carecer de una industria refinadora, preferían comprar gasolina o parafina antes que petróleo. Se puede decir entonces que la Standard Oil es un producto genuino de la disputa por el mercado interno de los Estados Unidos y que, en ese sentido, no estaba preparada para la lucha planetaria. En otras palabras, sus potenciales dependían de las reservas norteamericanas de crudo, las cuales, por su enorme voracidad exportadora ya empezaban a mermar frente a las nuevas fuentes detectadas en Medio Oriente o el Caribe.

Por otra parte, la explotación del petróleo norteamericano empezó a significar altos costos en comparación con el obtenido en otros países. No sólo los salarios en Estados Unidos eran muy altos, sino que los pozos comenzaron a agotarse y a demandar más costos de perforación. Así, mientras la extracción de un barril de petróleo estadounidense costaba en 1934, 78 centavos; en América Latina bajaba a 43 y en los países árabes equivalía apenas a 10. De esa manera, la dependencia de la Standard Oil de las fuentes de su país se convertiría en un lastre a futuro.

Al mismo tiempo, la opinión pública norteamericana empezó a comprender que consumía carburantes muy caros y que lo correcto era comprarlos en el extranjero. Esta conciencia generó, según Almaraz, las condiciones para que Estados Unidos se convierte en un creciente importador de petróleo más barato. La invasión de crudo extranjero subió del 8 al 15% entre 1947 y 1955. Esta tendencia también desfavorecía a la Standard, que hasta entonces había visto con desprecio la extracción del “aceite de roca”.

Por su parte, la Royal Dutch Shell eligió una estrategia diferente, pero con más perspectivas a futuro. Su brillante gerente, Wilhem Deterding, comprendió rápidamente que el futuro de la guerra del petróleo no descansaba en las condiciones de competitividad de Estados Unidos, sino en las del mundo, y en el orbe, lo importante no era tanto la refinación, sino la posesión de pozos y su cercanía a los centros de consumo. Por sus rasgos propios, era obvio que la Dutch Shell no podía, a diferencia de la Standard, consolidar su poder dentro del mercado interno de Holanda o Inglaterra. Su destino, desde un principio, era la competencia global. Por eso sus primeras posesiones estaban en las llamadas Indias holandesas, es decir, en el Asia. Es ahí donde comienza el primer enfrentamiento con la compañía norteamericana. Como la Shell estaba más cerca de los mercados de China y Japón, consigue su primera victoria sobre la Standard fue allí. Ésta comprendió entonces que el control de la refinación y el transporte no sirven de nada si no se tienen pozos productivos próximos a los clientes en juego. Comenzó entonces la lucha por la posesión planetaria de la mayor cantidad de reservas, será la pelea por acaparar yacimientos en todo el orbe.

Se podría decir con certeza que este es el primer momento en que el poder político comienza a jugar un rol estratégico en la guerra petrolera. Si bien Rockefeller tuvo que usar en determinados momentos sus influencias en el Senado o en los tribunales estadounidenses y varias veces fue acusado de corromper a las autoridades, con la llegada de la concurrencia global, las empresas petroleras empezaban a necesitar de una política mundial. Su trato comenzaba a ser con gobernantes y poderes sociales dentro de los países. La lucha por los yacimientos se politizaba y globalizaba con rapidez. Esta nueva realidad llevó a Francis Delaisi a escribir en 1934: “El petróleo hace reyes, financia revoluciones, hace socios comanditarios a futuros cancilleres”.

A partir de ese momento, Anton Zischka, un viajero, investigador y potencial novelista, fue capaz de escribir un libro lleno de cuentos sobre conspiraciones e intrigas llamado “La Lucha por el Petróleo”. En él, todos los conflictos armados recordables son atribuidos a la intervención de las petroleras. Griegos contra turcos, rusos bolcheviques contra rusos blancos, ingleses contra soviéticos, árabes contra árabes, y por supuesto, bolivianos contra paraguayos, todos enfrentados a muerte en alianza desigual con los dos pulpos petroleros. Las coordenadas ya estaban fijadas, allí donde haya yacimientos y soldados, la conclusión se caía de madura, todo se hacía bajo la consigna telegrafiada por Clemenceau en la primera Guerra Mundial: “Una gota de petróleo es tan importante como una gota de sangre”. En función de esta hipótesis, las guerras del futuro dependerían de la posesión o carencia del codiciado “oro negro”.

En medio de ese combate, exagerado o no por sus analistas, la Standard Oil se preciaba de haber enfrentado la competencia mundial sin el respaldo de la Casa Blanca. Sergio Almaraz, citando a la revista “Fortune”, que publicó artículos elaborados por la compañía, reproduce la siguiente frase orgullosa: “La Standard es la compañía más importante que ha representado a los Estados Unidos en el explosivo juego internacional del petróleo y se ha jugado sola (...) ni siquiera ha contado en todos los casos con la aprobación del Departamento de Estado”. En efecto, como veremos más adelante, a diferencia de la Royal Dutch Shell, en la que el gobierno británico tenía intereses directos, la empresa de Rockefeller tuvo como a uno de sus principales rivales al propio Estado norteamericano.

De ahí en más, el siglo XX le trajo al consorcio norteamericano una legión de enemigos. El primero fue, en efecto, la Royal Dutch Shell, que además de haber reconocido oportunamente sus ventajas comparativas, y controlar, antes de la Primera Guerra Mundial la mayoría de los yacimientos petrolíferos argentinos, colombianos, venezolanos, indonesios, mexicanos y del Medio Oriente, consiguió incluso ingresar a los Estados Unidos. En 1934, la compañía anglo holandesa obtenía el 43% de su crudo de sus pozos de California, otorgados por el Estado para beneplácito de los consumidores que venían en la Shell la manera más efectiva para librarse el monopolio de la Standard. En indudable, que de no haber ocurrido dos guerras mundiales, cuyo efecto fue debilitar irreversiblemente a los países europeos, y fortalecer a los Estados Unidos, la Standard Oil no hubiese sobrevivido a tantos golpes. Y es que el segundo enemigo que le salió al paso fue el propio gobierno estadounidense, aunque sólo cuando estuvo dirigido por el partido demócrata, su adversario declarado.

En efecto, los embates más fuertes contra la empresa vienen del mundo político estadounidense. Ya en 1878, los tribunales de Pensilvania acusaron al emporio de maniobras ilícitas para falsear los precios y arruinar a los competidores. Se referían a los acuerdos de Rockefeller con los empresarios del ferrocarril. Dos años más tarde, la demanda se extinguía en medio de múltiples presiones de los acusados. En 1882, el Senado investigó la elección del senador Payne, padre del tesorero de la empresa. Se señalaba que su llegada al Congreso se explicaba por la donación de cien mil dólares erogados por el gigante petrolero. La investigación quedó truncada.

Los cuestionamientos a la actividad del trust arreciaron entre 1889 y 1890 cuando 16 Estados de Norteamérica aprobaron flamantes leyes anti monopolio. El proceso culmina en 1890 con la aprobación, a nivel federal, de la Ley Sherman en la que se penaliza a quienes atentan contra la libertad de comercio. La herramienta legal estaba prácticamente pensada para la petrolera.

Un tiempo más tarde, el estado de Nueva York convocó a Rockefeller en el intento de sancionar sus prácticas acaparadoras. No logró nada en el intento, pero la comisión encargada del caso redactó en su informe una frase que describe con claridad la preocupación del momento: “El activo del trust concentrado en manos de nueve individuos enérgicos, inteligentes y agresivos, constituye la más formidable potencia de dinero del Continente (...) esta vasta riqueza se ha conformado en una veintena de años solamente, en los que el activo del trust se ha más que duplicado en el curso de los seis últimos años y que paralelamente a este crecimiento, el trust ha distribuido enormes dividendos (...) No se puede dejar de experimentar alguna aprensión al pensar que tal desarrollo y tal centralización de riquezas están organizadas de manera de escapar a todo control legal”. En efecto, hasta esa fecha, todos los intentos por contener el funcionamiento concentrador y monopólico de la Standard habían caído en saco roto.

El turno le correspondería después al procurador general del Estado de Ohio, David Watson, quien tuvo acceso privilegiado y casi casual al documento oficial de constitución del poderoso trust. En el texto quedaba demostrado que Rockefeller y sus accionistas dirigían clandestinamente casi medio centenar de empresas, un monopolio encubierto e ilegal. El 8 de mayo de 1890, Rockefeller es llamado a declarar ante la Corte Suprema de Justicia. Es su primer enfrentamiento con tan alto tribunal. Dos años después, los magistrados fallan en su contra y lo obligan a disolver la filial de Ohio. El proceso dura todo lo que los años de dilaciones legales lo permite.

En 1899, la empresa descubre que el Estado de Nueva Jersey protege claramente la existencia en su suelo de grandes pulpos monopólicos. Sus leyes son muy tolerantes en comparación con las de otras regiones. Así, según Damougeot-Perron, la compañía encuentra la manera de resucitar el trust, cuestionado por la Corte Suprema. Todas las empresas se reagrupan en torno a la Standard Oil of New Jersey, que en poco tiempo se convertirá en la principal empresa norteamericana. Todo este reagrupamiento está protegido por el nuevo gobierno republicano de MacKinley en la Casa Blanca. Todo sigue igual que antes, aunque con otras coberturas. El grupo de nueve líderes industriales sigue decidiendo sobre toda la industria petrolera puesta en marcha bajo diferentes nombres y estados patrimoniales.

Los problemas para Rockefeller se agudizan en 1901 con el triunfo demócrata a la cabeza de Roosevelt. El político, enemigo declarado de los trusts, había calificado a sus jerarcas empresariales como los “señores feudales del siglo XX”. Por ello comenzó una dura ofensiva contra la petrolera. Una comisión industrial impulsada por su gobierno descubre que la Standard Oil controla el 84% de la refinación, el 90% del comercio de aceites, el 80% de la exportación petrolera y 150 mil kilómetros de oleoductos en Norteamérica (su competidor inmediato sólo tiene mil). El golpe letal se produce en 1911, cuando la Corte Suprema ordena la disolución de la filial de Nueva Jersey, descubierta como la nueva central encubierta de la compañía. El proceso se prolonga todavía 18 meses más en los que la gente de Rockefeller argumenta que la medida sólo beneficia a la Dutch Shell, la competidora de los intereses norteamericanos en el mundo. La apelación nacionalista tiene resultados. Los jueces alivianan la sanción y no disponen la disolución, sino sólo la reducción de la empresa en Nueva Jersey, que queda con 25 empresas a su cargo. Es la última batalla que Rockefeller acepta soportar. Después del arreglo admitido por la junta de accionistas, el millonario se retira de la vida empresarial. Courau, su biógrafo, sitúa la declinación del poder la Standard en 1885, año en que el petróleo ruso ya empieza a llegar a Alemania. Una cosa era indudable, la Standard, ese legendario monstruo de las denuncias anti imperialistas, tambaleaba dentro y fuera de los Estados Unidos.

¿Qué conclusión útil podemos sacar hasta aquí en función de nuestro análisis sobre la Guerra del Chaco? Lo indudable es que para 1922, año en el que la Standard Oil adquiere sus primeras hectáreas de exploración en Bolivia, se trata de un consorcio fuertemente golpeado por sus dos poderosos enemigos, la administración de Roosevelt y la fuerte competencia de la Royal Dutch Shell. En ese momento, el trut ha sido obligado a reorganizarse y todavía sufre las consecuencias de un rezago en su estrategia competitiva. Sólo han pasado cinco años desde que ha decidido ponerse a luchar por la posesión de yacimientos y lleva un retraso de una década que sólo la segunda Guerra Mundial alcanzaría a superar.


La Guerra del Chaco


Armados de todos los antecedentes de la competencia mundial por el petróleo, dediquemos ahora nuestra atención a la singularidad constituida por la Guerra del Chaco. Varios autores, los bolivianos Almaraz, Beltrán y Mariaca, los paraguayos Stefanich, Ríos y Santos, los argentinos Frondizi y Mosconi, es decir, las opiniones más autorizadas en sus países, han sostenido que el conflicto que vinculó a Bolivia y Paraguay en la década del 30 es obra, ya sea de las dos petroleras, o por lo menos, sólo de la Standard Oil. Conozcamos ahora mejor las argumentación de esta tesis.

El parlamentario boliviano Beltrán advierte que el problema del petróleo ha dejado de ser un asunto económico y se ha convertido en uno político y social. Para él, este recurso natural es la base de sustentación para el progreso de países pobres como Bolivia. De su explotación, el país conseguirá, afirma, los medios que le hacen falta para industrializarse y prosperar. El mismo autor asegura que la Standard Oil no coincide con esos intereses, pues sólo le interesa exportar crudo a fin de alimentar la demanda internacional y competir con el pulpo anglo holandés.

Sergio Almaraz, uno de los impulsores del nacionalismo boliviano, transcribe con detalle el discurso del senador norteamericano Huey Long, quien en 1934 afirmaba lo siguiente en el Congreso de su país: “Hay un solo procedimiento por el cual impediremos que la Standard oil venda armas y consiste en que los Estados Unidos agarren a esa criminal, a esa malhechora, a esa asesina (...) que agarren por la garganta a esa facinerosa, puesta fuera de la ley y le diga, tú, asesina internacional, tú, conspiradora internacional, tú, hato de salteadores y ladrones rapaces, tú que has desafiado una sentencia dada bajo la enseña de los Estados Unidos y pretendes vivir bajo el amparo de sus leyes, tú conjunto de vándalos y ladrones de este continente, sal de Sudamérica”. Esta visión coincide con la del ex presidente argentino Frondizi y la del impulsor de la empresa estatal rioplatense, el general Mosconi, quien textualmente afirmaba: “En cuanto a Bolivia, ha perdido su independencia económica”. La hipótesis de la empresa como titiritera está más fuerte que nunca.

Por su parte, Enrique Mariaca afirma, en el mismo sentido, que Paraguay ha caído bajo la penetración de los intereses ingleses. Sus pruebas para afirmar esto parecen ser insuficientes. Aduce que la firma inglesa Bovril y la argentina Casado dominan la economía paraguaya, centrada en la ganadería, la extracción de tanina, y la explotación del quebracho. Por otra parte, una filial de la Dutch Shell (la Union Oil) opera en el Chaco, aunque busca petróleo sin obtenerlo jamás. Ninguna de las informaciones recabadas pone en evidencia una supremacía inglesa en el Paraguay. Al contrario, la principal empresa del país en ese momento es norteamericana y se dedica a la vida agrícola y ganadera.

De acuerdo a estas versiones, que dominaron la retórica estatal de los tres países en cuestión, Paraguay y Bolivia serían piezas del gran ajedrez petrolero. Se trataría entonces de un conflicto ajeno a la realidad de ambos países. Se sostiene así que la guerra jamás hubiese sucedido de no haberse descubierto petróleo en las cercanías del Chaco en 1919. La idea es muy creíble, porque ambos contendores no tuvieron litigios históricos en el pasado y en general, estuvieron claramente distanciados a lo largo de toda su vida republicana. Una brecha de 1.500 kilómetros de montañas y desierto alejaban a las comunidades políticas de ambas naciones. Sólo algo exógeno como el petróleo podía explicar tan súbita enemistad.

Los datos de la coyuntura desmienten esta visión. Son estos mismos autores quienes reproducen la célebre cita del presidente boliviano Daniel Salamanca (el que declara la guerra), donde se encuentra una explicación diferente al enfrentamiento: “Bolivia posee grandes recursos petroleros con pozos ya perforados (...), pero sin acceso a la exportación, esos pozos son inútiles para producir nuestra prosperidad” (1932). En otra ocasión, el Presidente sería más explícito: “El remedio natural y lógico sería construir un oleoducto al río Paraguay, pero allí está la República del Paraguay, detentadora de territorios bolivianos cerrándole el paso”.

Las frases son concluyentes en muchos sentidos. En efecto, el hallazgo de petróleo en los márgenes del Chaco, dentro de territorio boliviano reconocido, genera la necesidad de exportarlo en el futuro. Sin embargo, las salidas de la riqueza hacia las vías de exportación del Atlántico no parecen muy expeditas. La posibilidad más realista pasa por la Argentina, donde la infraestructura es, en todos los sentidos, mejor que el inhóspito Chaco paraguayo. Una racionalidad práctica llevaba a pensar en un oleoducto que se desplazara hacia el norte argentino y concluyera su travesía en el puerto de Buenos Aires. Tan lógica era esta posibilidad, que el gobierno boliviano hizo una solicitud formal en ese sentido a la Argentina en 1929. La respuesta fue encargada a la recién creada empresa estatal petrolera argentina, YPF. El texto, citado por Almaraz, afirma que la construcción del oleoducto por la Standard Oil, la empresa que explota el petróleo en el sudeste boliviano, significaría para la Argentina un “arraigo a una empresa extranjera cuyas modalidades e intereses no concordarán nunca con los procedimientos e intereses de nuestra nación”. Más adelante, la empresa rioplatense asegura que ella misma puede construir la tubería cuando lo juzgue necesario por razones de mercado.

La comprensión renovada de estos datos es reveladora. Con la negativa argentina a que la Standard Oil construya un oleoducto desde el sudeste boliviano hasta los puertos atlánticos de ese país, se abría un escenario muy particular. La determinación del vecino del sur convertía súbitamente al petróleo boliviano en un mal negocio para la Standard Oil. El historiador Rout sostiene esta idea con solvencia. En uso de una serie de datos importantes, demuestra que la única salida rentable para el crudo boliviano era un oleoducto a través de la Argentina. Cualquier otra posibilidad, como la de un hipotético ingreso por el Paraguay, resultaba siendo una aventura temeraria.

Una salida del petróleo a través del río Paraguay, en caso de que Bolivia hubiese ganado la Guerra del Chaco, resultaba completamente inviable. El primer problema era la profundidad del río. Ningún barco petrolero, de todos los inventariados por el Departamento de Comercio de los Estados Unidos, era capaz de navegar por una vía fluvial que durante siete meses del año tenía una profundidad de 12 pies. Tampoco ninguno de los barcos que poseía la Standard Oil en ese momento, todos de 3.100 toneladas, ni cualquier navío de otra petrolera, estaba en condiciones de afrontar esas dificultades. Es evidente que la mayor parte del itinerario del petróleo iba a realizarse por tubería, pero de todos modos, era imprescindible su arribo a un puerto. En caso de que éste hubiese estado situado en el río Paraguay, su transporte por barco era imposible a no ser que se modificaran las condiciones naturales de navegación.

Por otra parte, ningún puerto paraguayo ofrecía las condiciones para que los buques petroleros atraquen y tampoco poseía tanques de almacenamiento adecuados. De hecho, todos los lugares ubicados al norte de Fuerte Olimpo eran imposibles de operar. Este hecho fue reconocido por los propios negociadores bolivianos ante las instancias de arbitraje, dado que exigían que de otorgarse un puerto a Bolivia, éste debía estar situado al sur de Fuerte Olimpo, porque de lo contrario sería inservible.

Todos estos hechos demuestran además que si se porfiaba en usar el río Paraguay como vía de transporte del petróleo, se quedaba supeditado entonces a usar los servicios de algún puerto argentino como el de Santa Fe, Rosario o Buenos Aires. Por lo tanto, si en 1929, Argentina le había declarado la guerra a la Standard Oil, era imposible pensar que le otorgara uno de sus puertos para comerciar petróleo.

La conclusión más importante de este análisis es que el petróleo boliviano dejó de ser interesante para la Standard Oil en 1929 cuando se produce la negativa argentina. Se hablaba entonces de que el petróleo boliviano estaba “embotellado”, vale decir, que no era exportable.

A partir de ese instante, la compañía empezó a retirar su equipo, como lo atestigua Rout, y muy posiblemente, se volcó a privilegiar la producción en la provincia argentina de Salta. La empresa norteamericana había logrado esa concesión gracias al respaldo de las autoridades locales. Sin embargo, las entidades federales argentinas estaban dispuestas a arrebatársela en el menor plazo posible, hecho que se consuma años más tarde.

Para completar el panorama, en 1935, dos diputados argentinos probaron que la empresa norteamericana trasladaba carburantes de Bolivia a la Argentina, de forma clandestina, a través de una tubería secreta que cruzaba el río Bermejo, y había sido construida por las noches con su personal de confianza. La Standard reconoció públicamente el suministro y aclaró que se trataba de un apoyo para las labores de exploración de su filial argentina. Aquel fue motivo suficiente para que Bolivia termine decretando la nacionalización del petróleo en 1937.

Algo no encajaba muy bien en la metáfora del titiritero. De pronto, la marioneta confiscaba a su digitador y lo ponía bajo su mando. Todo esto tiene una explicación posterior.

Varios otros indicios y datos llevan a pensar que las concesiones bolivianas de la Standard Oil siempre fueron pensadas como áreas de reserva mundial, que sólo debían ser reactivadas en caso de necesidad global. Bolivia era un campo marginal en la guerra con la Dutch Shell.

Mariaca sostiene que en esos años, la compañía contaba con abundantes suministros en México, Venezuela y el cercano Oriente. Almaraz confirma estos datos afirmando que a la empresa sólo le interesaba la prospección y la comprobación de reservas. En 15 años apenas perforó 31 pozos, de los cuales sólo tres fueron explotados. En promedio, la empresa producía 13 mil barriles al año, contabilizados desde 1930. En el periodo de guerra, obligada por el gobierno boliviano, subió su producción diez veces más, pero una vez terminado el conflicto, volvió a reducirla. Otro dato elocuente de la desidia mostrada por la Standard Oil es que de 1937, año de su nacionalización por el gobierno boliviano, a 1941, con los mismos pozos heredados, la empresa estatal, YPFB, aumentó la producción en un 70%. En todo el periodo de las concesiones, la compañía fundada por Rockefeller sólo construyó dos pequeñas refinerías e incluso cerró el pozo Bermejo, cuando vio que las posibilidades de exportación le estaban vedadas por la oposición argentina. Por otra parte, se comprometió a invertir 50 millones de dólares en la zona concedida, pero apenas inyectó 17 millones.

Estas informaciones evidencian que la Standard Oil llegó a Bolivia con la perspectiva de exportar sus hallazgos en el momento en que el petróleo escaseara en el mercado mundial. Cuando después de 15 años de trabajo, comprobó que la Argentina se negaba a franquearle el paso a su crudo exportable, perdió el interés y redujo al mínimo sus operaciones.

Otro detalle importante es que una vez nacionalizados los pozos de la Standard Oil y concluida la guerra con la victoria del Paraguay, la Argentina, que oficiaba como mediadora principal en la firma de la paz, aceptó que el petróleo boliviano, ahora propiedad del Estado vecino, pasara por su territorio. La cooperación de las dos empresas estatales, la argentina y la boliviana, a partir de 1937, es otro indicio al respecto. Tal actitud provocó el enojo diplomático de los Estados Unidos, que acusó a la Argentina de comprar petróleo de propiedad de su transnacional.

Es interesante constatar además que la Argentina, el tradicional aliado del Paraguay durante el conflicto, comenzó de inmediato un forcejeo visible con el Brasil para aprovechar el petróleo nacionalizado boliviano. Ambos países siguen siendo hasta hoy importadores de energéticos y las posibilidades de comprar carburantes a un país limítrofe siguen siendo muy favorables. En ese sentido, queda muy claro que la Standard Oil es uno más de los actores del diferendo y, que, como se demuestra con su despojo, no es ni siquiera el más fuerte.

Como lo demuestra Rout, la Casa Blanca prefirió evitarse un conflicto con Argentina antes de defender a la Standard Oil en sus reclamos por una indemnización inmediata. De hecho, la mediación norteamericana en el conflicto se diluyó cuando los representantes diplomáticos estadounidenses detectaron cierta hostilidad de parte de los argentinos, los primeros interesados en aprovechar del desalojo de la empresa petrolera del sudeste boliviano.

Comprobamos aquí que el argumento del titiritero era igualmente ventajoso para los objetivos políticos de los gobiernos del Paraguay, la Argentina y Bolivia. En los tres casos era conveniente buscar un culpable de las hostilidades en el Chaco a fin de poder actuar después sin asumir grandes responsabilidades. El ejército boliviano tenía a quien culpar de la derrota (la Standard Oil saboteó la causa nacional), el régimen paraguayo podía acusar a Bolivia de haber sido utilizada por el capital extranjero (como lo hizo) y la diplomacia argentina podía lograr petróleo a buenos precios y muy cerca de sus centros de consumo. Esa sería entonces la causa que hizo que la transnacional petrolera perdiera su reputación de manera tan contundente.


Conclusiones

En virtud de los datos recogidos en la investigación, se pueden señalar las siguientes conclusiones:


  1. La argumentación de que la Standard Oil provocó la Guerra del Chaco a fin de abrirle paso a su petróleo exportable a través del río Paraguay hasta el Atlántico no sólo carece de pruebas, sino que es refutable.

  2. Tampoco es posible afirmar que Paraguay fue un instrumento bélico de la Royal Dutch Shell, porque dicha empresa nunca llegó a explotar petróleo en la zona.

  3. Una salida del petróleo, hallado por la Standard Oil en el sudeste de Bolivia, por el Paraguay era técnicamente impracticable en la época, porque el oleoducto a ser construido no contaba ni con un puerto paraguayo de llegada y en condiciones de aceptar ese comercio, ni con una vía navegable para buques de la envergadura de los petroleros.

  4. La Standard Oil explotaba el petróleo boliviano con el fin de mantenerlo como espacio de reserva exportable. Bolivia era un espacio marginal de la lucha por los yacimientos. Es por eso que en 15 años sólo aprovechó tres pozos, uno de los cuales fue cerrado poco tiempo después.

  5. El verdadero interés en el petróleo estaba en el gobierno de Bolivia, deseoso de garantizar el autoabastecimiento, y en el gobierno argentino, importador de petróleo y deseoso de obtener una fuente cercana, controlable y desligada de los intereses monopólicos de las empresas mundiales del ramo.

  6. El litigio entre la Standard Oil y la Argentina hizo imposible un acuerdo para la exportación de crudo boliviano a ese país mientras no se nacionalizaran los pozos bolivianos. El acceso a la exportación se produjo tras la confiscación de la empresa.

  7. La construcción de un discurso nacionalista que pusiera a la Standard Oil como responsable de la guerra fue muy rentable para los gobiernos de Bolivia, Paraguay y la Argentina. Gracias a él, la irracionalidad resultante de un conflicto por un territorio estéril y despoblado adquiría un sentido exculpatorio. De hecho, el gobierno militar boliviano que nacionalizó el petróleo lo hizo en momentos en que varios sectores de la sociedad exigían que las Fuerzas Armadas rindieran cuentas por la derrota sufrida. Al estatizar a la empresa “defraudadora” que no respaldó a Bolivia en el conflicto, se producía una especie de exorcismo entre los conductores del proceso.

  8. Los intereses de la Standard Oil y Bolivia se hicieron divergentes cuando la primera perdió el interés por un petróleo que no podía ser exportado, y la segunda descubrió la posibilidad de autoabastecerse de carburantes y exportarlos a los países vecinos. La forma de superar esta diferencia de intereses fue la nacionalización de los pozos y la posterior indemnización al consorcio.

  9. El gobierno de los Estados Unidos no respaldó plenamente a la empresa norteamericana. Al contrario, en esos momentos terminaba de librar una dura batalla contra sus acciones monopólicas.


Bibliografía


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Mariaca, Enrique, 1966, Mito y Realidad del Petróleo boliviano, Los Amigos del Libro, La Paz, Bolivia.


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Rout, Leslie B. Jr., 1970, Politics of the Chaco Conference, 1935-1939, Institute of Latin American Studies, University of Texas at Austin, Estados Unidos.


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Zimmermann, Zavala, Augusto, 1965, La Historia secreta del Petróleo, Gráfica Labor, Perú.


Zischka, Anton, 1934, La Lucha por el Petróleo, colección Actualidad, México.


NOTAS


Otra cita importante de Roosevelt al respecto es la siguiente: “Las fuentes de energía que pertenecen al pueblo deben seguir en posesión suya. Esta política es tan importante como la libertad americana, tan trascendente como la Constitución de los Estados Unidos. Nunca, mientras yo sea presidente de los EEUU, el gobierno federal abandonará su soberanía y control sobre las fuentes de energía”.


Otra cita más clara de Salamanca es la siguiente: “Las bayonetas bolivianas han de dar a Bolivia un puerto en el Atlántico para el petróleo de Santa Cruz”

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