Betty, la fea
Es telenovela, pero no viene en el formato de una clásica narración romántica. Se trata más bien una historia laboral; la de una joven, la bella actriz colombiana Ana María Orozco, convertida, para fines del relato, en una secretaria trastabillante, de ingenua risa rectangular, cubierta de encajes, faldas hasta el tobillo y anteojos para esconder medio rostro. A pesar de la novedad de haber instalado a una fea como protagonista central, el final sabe a convencional. Ella se embellece, es decir, acaba con su única carencia, dado que es inteligente en abundancia, y termina casada con el hombre de sus sueños, un ejecutivo temperamental y buen mozo; su jefe desde el tercer capítulo de la serie.
Sin embargo, algo debe guardar la historia de Fernando Gaitán que tantos televidentes ha reunido alrededor de sus hilarantes episodios. Para probar su fama, baste con decir que además de haber ocupado los primeros lugares de audiencia en Ecuador, Chile o, por supuesto, Colombia; ha obligado a la matriarca del ramo, la mexicana Televisa, a repetirla de principio o fin, ahora que ya dejó de ser filmada.
“Betty, la Fea” no es ni la primera comedia hecha telenovela (nos acordamos del “Bien amado”), y tampoco es pionera rompiendo los esquemas de sus predecesoras. Colombia vuelve a pisar fuerte en el mercado más competitivo de América Latina, porque nos ofrece una historia de gente que trabaja, y aunque la mayoría de los papeles sugieren vidas confortables, lo cierto es que casi todos asisten puntuales a sus oficinas para emprender las prosaicas batallas por un mejor salario. Es, decíamos, una historia laboral, y ahí estaría uno de sus atractivos en un público cuyo tiempo se consume más ante escritorios o talleres, y no tanto reclinado en sofás o barras de bares domiciliarios.
“Bienaventuradas las feas, que de ellas será el reino de las pasarelas”, tal parece ser la consigna. La utopía de Betty está en dejar que quienes difieren del canon de la belleza tradicional, es decir, una amplia mayoría aquí, donde abundamos los petisos, morenos o de ojos achinados; puedan postular sus atractivos tras un buen asesoramiento. En ese camino, su mayor hazaña consiste en convertir en modelos a las comunes secretarias a su cargo; mujeres como ella, que con un toque inteligente, sacan a relucir sus mejores ángulos, pero sin renunciar a su magnetismo genuino: esa noble destreza laboral. Ahí les va una graciosa concesión estratégica a un sistema que antepone “la buena presencia” a cada humillante oferta de empleo.
La antagonista de la telenovela, una despampanante rubia de minifalda, termina derrotada ante las reformas estéticas perpetradas en el bando enemigo. Y es que si bien ella seguirá siendo la más hermosa, le falta preparación académica, herramienta todavía indispensable en los riscos del mundo laboral. Por eso, “preferible fea que plástica”, viene a ser la segunda consigna. A la larga, aunque Betty haya tenido que someterse a peluqueros y maquilladoras, su verdadera fortaleza continúa residiendo en sus estudios. A lo mejor ella sea entonces la primera heroína académica del género, una especie de himno televisado a la meritocracia.
Quizás porque esos vientos son los que corren ahora, en el último concurso de Miss Universo, un jurado con aire profesoral disparaba agudas preguntas a las finalistas, exprimiendo sus neuronas hasta la calcinación.
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