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Por los fueros de la sociedad civil


Combinando los dictados de Hegel y Gramsci, el mundo público bien podría dividirse en dos: sociedad política y sociedad civil. De la primera participan los políticos profesionales, aquellas personas que han consagrado sus habilidades y su tiempo, al manejo del Estado. De la segunda forman parte quienes, habiendo rehuido o jamás requerido ocupar cargos gubernamentales, debaten a tiempo completo sobre los asuntos administrados por la sociedad política. Son las dos caras del mismo torrente, y juntas, ambas, conforman lo que conocemos como la “clase política”.

Nos hemos acostumbrado a creer que tal dualidad no existe. Hablamos con frecuencia de otras divisiones menos simétricas: gobernantes y gobernados, autoridades y pueblo, mandatarios y ciudadanos. Nos gusta ver las cosas bajo formas verticales: el Estado en la cúspide, y un conglomerado inmenso de súbditos poblando la base de la pirámide.

No me convencen tales figuras. Creo más en la existencia de dos élites, una que ha capturado, por vías legítimas o no, el aparato estatal, y otra, igualmente reducida, que interactúa sostenidamente como contrapeso, alimentando la ilusión de que representa a la población en su conjunto. Esta última aparece ante nuestros ojos como el cuerpo estable de mediadores entre el Estado y el resto de los habitantes de un país, y no es otra cosa que la llamada sociedad civil. Más allá de ella, solo impera la dispersión y el retraimiento individual o familiar. El mundo público es nomás pues un teatro de elencos restrictivos, donde cada actor encarna su papel, y donde el público solo tiene la posibilidad de aplaudir o abuchear, pero nunca de treparse al escenario.

¿A cuento de qué tanto concepto peregrino? Me parece que sirve para valorar la expulsión de IBIS Dinamarca por instrucciones del supremo gobierno. Si algo hizo, y hace en Bolivia, la red de Organizaciones No Gubernamentales (ONG) es justamente robustecer la sociedad civil. Si bien las hay interesadas en promover servicios o apuntalar la productividad, también existen aquellas que refuerzan los cuerpos profesionales no estatales, esos que le dan equilibrio a la agenda pública. Son entidades que otorgan recursos, viajes y datos a dirigencias sociales, sindicales, vecinales o a segmentos intelectuales que elaboran discursos alternativos al manejo estatal imperante. Sin ellas, quienes hacen política fuera del Estado quedarían ante la disyuntiva de abandonar la sociedad civil o plegarse al Estado. Sin ellas, decenas de operadores ideológicos que le dieron sentido a la Guerra del Agua o a la Guerra del Gas, hubiesen callado para invertir su tiempo en intrascendentes menesteres domésticos.

¿Injerencia extranjera? No hubo ni habrá. Ninguna ONG mueve un dedo si no cuenta con cooperación desde adentro. Sus fondos sostienen fuerzas ya existentes, y más que nutrirlas para que no mueran, les permiten sistematizar posturas y precisar propuestas. Una sociedad civil fortalecida es garantía de plenitud democrática, y ese criterio sirve tanto para el pasado neoliberal, subvertido desde 1985 por una red de ONG de izquierda, como para el presente plurinacional donde las jornadas de defensa del TIPNIS ayudaron a rectificar errores fatales para la salud de la Pachamama.

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