Oda a los jueces del mar
Quizás por tener deberes tan delicados como la porcelana, la Corte Internacional de Justicia (CIJ) es el órgano de Naciones Unidas más escrupulosamente convocado y reclutado. A diferencia de los demás cuerpos de decisión multilaterales, los jueces de la CIJ tienen que recibir el voto simultáneo y favorable de la Asamblea General y del Consejo de Seguridad. Sólo así puede garantizarse que los 15 magistrados produzcan fallos como el que hemos disfrutado el 27 de enero de 2014. Son juristas que llegan al estrado tras haber pasado por el escrutinio meticuloso de 193 estados, todo un examen profesional.
Tras cinco años de argumentos y contra-argumentos, dos países, Perú y Chile, que se combatieron encarnizadamente, pueden hoy sentarse a calcular con sosiego las coordenadas definitivas de su frontera, esta vez, sobre la ondulada superficie del mar. El premio para ambos, incluso para el que debió renunciar a una porción de lo ambicionado, es la paz perpetua. No puede haber nada más sedativo que mojones y boyas colocadas bajo mutuo consentimiento, y una pila de material bélico transformada de pronto en chatarra o utilería para desfiles. El mapa de la unidad latinoamericana se va tejiendo de a poco, y todo ello en medio de “la década ganada” que tanto merecíamos.
He admirado el fallo como quien contempla las escenas magistrales de una película largamente editada. E imagino a esos hombres y una mujer, enfrascados en un mar de archivadores, tomando decisiones a sabiendas de que cada frase de su dictamen acarreaba consecuencias funestas o benéficas para pescadores, alcaldes, parlamentarios o soldados. “Salomónicos” se les ha dicho, y cómo se los ofende con ello. El Rey Salomón no quiso decidir. Patentó una fórmula inteligente para detectar a una madre genuina, buscando que sean las litigantes las que acuerden por sí mismas. Los jueces de La Haya no hicieron eso. Cada una de sus decisiones está ahí, bien fundamentada, sin resquicio para la refutación. A eso se le llama justicia, la cara opuesta de la componenda, ésta sí, “salomónica” por definición.
Los jueces del mar no revisaron ningún tratado. Coincidieron con Chile en que durante seis décadas hubo un límite tácito, respetado por barcos, aviones y redes pesqueras. A pesar de ello, le dieron la razón ulterior a Perú, aceptando que marcas para capturar anchovetas, no son fronteras. Sin embargo advirtieron también que la vida de hombres y mujeres de la costa se extendía hasta una distancia de 80 millas. No quisieron agregar una carga más sobre sus vidas pescadoras y salinas. Pero ya a partir de la milla 81, consintieron con Lima en que la frontera debe ser equidistante para que ninguno reciba más agua salada que el otro. Y claro, el Perú tiene ahora una zona económica exclusiva ampliada, no porque sus asesores legales fuesen más sagaces, sino porque es el tamaño que le correspondía, más ahora que los límites han alcanzado su forma final sin disparar un solo misil.
Se ha volcado la penúltima página de la Guerra del Pacífico. A José Miguel Insulza y Eduardo Rodríguez Veltzé les tocó el giro siguiente. Nada se hará con cañones. Todo se litigará con base en expedientes y sabiduría. La guerra no fue nunca la prolongación de la política por otros medios, sino su envilecimiento. Siempre lo supimos.
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