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Hacerse al "guaranicito": Plan Garrapata


Mientras en “Zona Sur”, su director nos regaló el relato enclaustrado de una clase social en riesgo de extinción o, más bien, de absorción monetaria a manos de su voraz entorno indígena-mestizo, en “Ivy Maraey”, Juan Carlos Valdivia discurre, bajo tonos de giratoria filosofía visual, en torno a la muerte de las culturas ancestrales por la vía de la captura cinematográfica. “El cine es un arma de destrucción”. He ahí la llave verbal para dejarse secuestrar por la trama.

“Ivy Maraey” es una película sobre querer y no poder hacer una película. Un director de cine, el propio Valdivia, penetra territorio guaraní en pos de aquella “Tierra sin Mal”, el escenario mítico donde las miserias humanas han sido expurgadas minuciosamente; un edén para la vida virtuosa y solidaria. En el camino se topa consigo mismo. Y entonces, de plantearse un filme sobre los guaraníes, deriva en un viaje de espejo hacia su ser interior, al corazón de su identidad de “blanco” habitante de un país “indio”. Es entonces cuando el protagonista-director renuncia a “destruir” la cultura que aspiraba a retratar, y opta por “lo más honesto”: exhibir sus contradicciones sin mayor culpa que la de ponerse al descubierto.

Pero, ¿cómo es eso de que, al fijar, el cine mata? Valdivia me lo ha explicado en persona. Cuando la cámara captura y, por tanto, petrifica los gestos de una cultura, le succiona su dinamismo, su espíritu motor. Con el tiempo, lo que más pervive, termina siendo aquel rostro plano con posibilidad de vegetar en una gaveta. De ese modo, ha sido la técnica, es decir, la capacidad de almacenamiento, la que ha conseguido retener el perfil póstumo y replicable de aquellas creaciones humanas. Sucede algo opuesto con la escenificación oral a cargo de los líderes o activistas de las comunidades. Bajo su impulso, la cultura conserva su latido y se va alterando o nutriendo tras cada puesta en escena. Allí, en contacto con la bulla callejera, se amplía, enriquece y “contamina”. Aquella ramificación de expresiones convierte a toda cultura en un arbusto frondoso, imposible de podar.

Lo trágico en la mirada de Valdivia es que, con el paso del tiempo, “el indio debe recurrir al registro del blanco para conocerse”. Es decir, debe contemplar las películas cifradas sobre su pasado (o leer a los antropólogos) para entender quién es. Pues bien, el confuso “héroe foráneo” de “Ivy Maraey” se rehúsa a calzarse el disfraz. Tropieza por los bosques extraviado y genuino, descartando la condescendencia con la que los académicos, políticos y portavoces de la indianidad se aproximan al universo del que usufructúan a menudo.

Y claro, Valdivia nos pone de vuelta y media. En un país en el que “el indio” está en el poder, cuán vano es querer funcionar como su intérprete. Lo más lúcido es hacerse al “guaranicito”, es decir, siendo garrapata, subirse al pico del raudo avestruz para pasarse toda la carrera retozando. Aunque cuando falten pocos metros para cruzar la meta, lo aconsejable es saltar y ganar la competencia por estrecho margen. Fingir que corremos no ayuda. Siendo minoría, flexionar las piernas para preparar el brinco, resulta ser lo más pertinente. Valdivia crea, se reinventa y deslumbra. Gracias.

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