El "prorroguismo" alemán
En sus casi 75 años de existencia, la República Federal de Alemania ha tenido ocho cancilleres o jefes de Estado.
Eso significa que cada uno de ellos se quedó un promedio más de ocho años en el cargo. Sin embargo, el dato resulta engañoso, porque el poder, primero en Bonn y luego en Berlín, quedó siempre muy mal repartido. Hubo cancilleres como Erhard o Kiesinger que ocuparon el mando solo tres años, y otros, como Kohl o Adenauer, que expandieron su mandato hasta 16 y 14 años, respectivamente. Sabemos además que Merkel se quedará también, al menos, 16 años con el mando.
Bajo el criterio de filiación partidaria, el desequilibrio es más agudo aún. La Unión Demócrata Cristiana (CDU) ha gobernado 48 años, mientras el Partido Social Demócrata (SPD) se ha tenido que consolar con el saldo, es decir, dos décadas. Sin embargo, este dato tampoco es tan preciso, porque hubo tiempos (once años) en los que ambas siglas se vieron en la necesidad de co-gobernar, aunque siempre bajo la batuta de un demócrata cristiano. La llamada una gran coalición de los dos partidos grandes es lo que tuvimos en los recientes cuatro años.
Números acá o allá, estas cifras causan una impresión errada. A primera vista, la cancillería berlinesa sería una finca, cuyo propietario, en dos tercios, es un solo partido (el CDU), con breves interrupciones subsidiarias a cargo de otra sigla, con la que además se ha compartido la cúspide sin grandes predicamentos, lo cual probaría que, en los hechos, son socios del mismo club.
No nos dejemos seducir por semejante despiste. Si bien en Alemania existe la reelección indefinida del jefe de Estado, como suele ocurrir en la mayoría de los sistemas parlamentarios, la concentración de poder es un rasgo erosionado. Y es que para calibrar análisis, es imprescindible acudir a otros datos. Veamos cuáles.
Con una sola excepción en la década del 50, todos los gobiernos alemanes han sido de coalición, es decir, casi nunca hubo una administración monocolor. Eso significa que el o la canciller dista mucho de poder erigirse en una caprichosa figura imperial. Los gobernantes germanos están habituados a hacer concesiones. Ello explica que un partido pequeño como el liberal FDP, haya cogobernado 55 años, haciendo coaliciones con la CDU y el SPD alternativamente. Ahora que ha regresado al parlamento después de su histótico fracaso en 2013, todo indica que también regresará al gobierno, reestableciendo su papel de fiel de la balanza en medio de las grandes siglas.
Algo más. La supuesta hegemonía de un cartel bipartidista terminó recortada por el ingreso exitoso de otras dos siglas menores, “los Verdes” en los años 80, y la izquierda, tras la caída del Muro de Berlín. Ambas acumulan hoy un 18% de los votos. Si bien, hasta ahora, solo los ecologistas han formado parte de una coalición gubernamental con el SPD, ambos partidos logran incidir en los gobiernos locales y estatales. Y claro, a ello se suma el dato de que en un sistema parlamentario, el jefe de Estado puede ser destituido en cualquier momento, apenas pierda la confianza parlamentaria, lo cual lleva a convocar a nuevas elecciones. De modo que, ¿totalitarismo en Alemania?, nada. Permanecer en el poder es una cosa, concentrarlo, otra muy distinta.
Finalmente en estas elecciones de 2017, una nueva organización, este vez de ultraderecha, Alternativa para Alemania (AfD) sorprendió a todos con su ingreso en la escena parlamentaria. Muchos dicen que con ello, el país formará parte de la normalidad europea donde los llamados "populistas de derecha" son parte de la rutina. Una nueva razón para celebrar la amplitud de una democracia en la que hasta los islamofobos tienen cabida.
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