El G77 y el mar
Vanos han sido hasta ahora los esfuerzos para explicar que el Grupo de los 77 más China no es un organismo internacional, al estilo de la OEA o el Mercosur, sino una alianza frágil y episódica de 133 embajadores en el seno de Naciones Unidas. De nada sirve insistir en que tampoco es una coalición organizada alrededor de postulados ideológicos, como sí lo es, por ejemplo, el Movimiento de Países no Alineados, que pese al fin de la Guerra Fría, sigue funcionando como un oasis político para discursos como el del socialismo cubano o el de la revolución islámica iraní. Estériles también han sido las aclaraciones de nuestra Cancillería recordando que toda decisión que asume el G77, tiene que adoptarse por consenso pleno de todos sus miembros, vale decir, sin la oposición activa de ninguno. No tiene que haber unanimidad, pero al menos, ningún país debería objetar con vehemencia lo acordado. Con acatar, interponiendo alguna reserva específica, queda allanado el acuerdo. No hay lugar entonces para una votación, donde una mayoría simpatizante con el organizador de la Cumbre, tendría la gentileza de arrinconar a los rivales del dueño de casa. El G77 no es un ampliado sindical donde se impone la tendencia más numerosa. Por eso sus presidencias son tan cortas y la rotación tan veloz. Acá no hay oxígeno para hegemonías ni actos en los que se dirime a favor del más impetuoso y sagaz.
Pues resulta que como no entendemos o no queremos hacerlo, las declaraciones bolivianas más connotadas insisten en usar el cumpleaños número 50 del G77, a celebrarse en Santa Cruz, como una oportunidad para impulsar nuestra demanda marítima. ¿Perdón? Los que plantean esta idea, deberían tomarse la molestia de revisar la lista de países miembros. Si buscan por orden alfabético, en la letra C se toparán con el incómodo Chile. La más paupérrima mención de respaldo al derecho boliviano a una salida soberana al océano Pacífico, contará con la resistencia activa y letal de la delegación chilena. Y claro, Bolivia puede usar el micrófono para darle rienda suelta a sus anhelos, con el contratiempo de que al ser el país que preside el cónclave, se consagraría como un pésimo anfitrión al ventilar un litigio que sostiene, en clave centenaria, con otro de los miembros del grupo. Esas conductas solo ocurren cuando el que invita a la fiesta, “se pasa de tragos”.
Ni siquiera en la llamada Cumbre Modelo, a la que, como es de suponer, no asistieron representantes oficiales de los Estados, sino jóvenes amistosos y dispuestos a sobarles el lomo a sus colocadores de guirnaldas en el aeropuerto, fue posible aprobar una frase que desagradara a los chilenos. Los chicos se limitaron a congratular a Bolivia por haber asumido la vía de la resolución pacífica de controversias, es decir, por haber acudido al Tribunal de La Haya y no a los cazabombarderos.
La Cumbre de Santa Cruz fue un formidable acto de relaciones públicas en el que Bolivia se mostró seductora ante el planeta; bueno, ante quienes no estaban mirando en ese momento siete partidos de la Copa Mundial de Fútbol. Fue el equivalente a unos juegos olímpicos, y no una trinchera para incomodar a Michel Bachelet.
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