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Semblanza tardía de un guerrillero tirolés

Hace más de tres décadas un apuesto italiano se matriculaba en el seminario de los jesuitas en Cochabamba. Luego sería visto en labor misionera entre los alineados tajibos de Capiatindi. Poco le duró el entusiasmo eclesiástico, los años siguientes de su vida los entregaría de lleno a la lucha política en su variante fúnebre: la guerrilla. Hace 27 años el grupo del tirolés derribaba el monumento a Kennedy en La Paz y atacaba una casa habitada por los marines gringos. Michael pagó aquello con su vida. Aquí lo recordamos así sin más.

“Diez de marzo de 1990: mi confesión de vida: voy a ser un guerrillero del presente. Voy a vencer a la injusticia, al odio (al desamor), a la nada, a la estupidez, en definitiva, a la muerte”. No pudo. A Michael Northdufter solo le restaban 9 meses para diseñar sus ilusiones y tratar de aproximarse a ellas. Quedó bien lejos, varado en la primera curva del camino, maltrecho y olvidado. Por qué no recordarlo ahora que la violencia que él predicó parece desparramarse por plazas y salas de concierto.

La ruta hacia el sacerdocio

Bolzano es la capital de una próspera región italiana llamada Tirol del Sur. Los prospectos de turismo la exhiben como una bucólica ciudad alpina rodeada de nevadas montañas repletas de sol.


Pues por ahí nació Michael Northdufter un 10 de abril de 1961. Era el sexto de siete hermanos, la prole masculina de Alois, un periodista católico. Michael creció italiano, aunque en el vientre de una provincia donde el 68% de la gente tiene al alemán por lengua materna. Pertenecía pues a esa mayoría local.



Y resulta que su vida ya está escrita. “Ill Comandante Gonzalo va alla Guerra”, es el libro de Paolo Cagnan (1997). Aquí lo utilizaremos íntegro, aunque privilegiando los datos que los bolivianos desconocíamos.


Su biógrafo describe a Michael como un niño “testarudo y coherente”, “generoso e idealista”. Luego le atribuye convicciones pacifistas. Armado de tales cualidades, el joven Nothdufter visitó la escuela secundaria de los franciscanos y devino en activista de la juventud católica. En septiembre de 1980, con 19 años de edad, Michael llenaba y cerraba maletas. Se iba de Bolzano con la vocación religiosa latiendo en el pecho, ese equipaje vital para enfrentar a su nueva vida en el instituto misionero “Mill Hill”, instalado en Londres. La familia despedía a ese penúltimo hijo con la certeza de haber dado en el blanco: sería el sacerdote de los Northdufter.




Ya en la capital inglesa, el joven novicio sintió que sus expectativas quedaban en la estacada. En una carta de septiembre de 1981, calificaba los estudios teológicos londinenses como “estériles”. Movido por esa gris evaluación, decidió marcharse 12 meses más tarde al pueblito holandés de Roosendaal. El viraje de Inglaterra a Holanda tenía una explicación académica: en su nueva estación, Michael podía adentrarse en otras materias. El 13 de enero de 1982, el aspirante a sacerdote hacía un recuento escrito de sus preferidas: teología de la liberación, ciencia política, filosofía e idiomas.


El 15 de marzo de 1982, en carta a Flora, su madre, Michael comienza a impregnar el papel con sus flamantes convicciones políticas. Le cuenta que ha decidido un segundo vuelco en su ruta hacia el sacerdocio, ahora prefiere a los jesuitas. Se declara “impresionado” por su labor en Sudamérica. “Me siento solidario con los marginados, pero sentirse solidario no es suficiente, porque la solidaridad debe ser demostrada con hechos”, escribe desde el seminario de Roosendaal. Sí, nuestro futuro guerrillero ya percibía una honda escisión: en una mano portaba las obras de Marx, en la otra se posaba la Biblia. Esta dualidad sale a la luz en una carta suya dirigida a un superior de los jesuitas, a quien le solicita su admisión en la orden: “Creo que tengo una doble vocación: una religiosa y una socio política”.


Bolivia



Y entonces, aquel muchacho recordado por su testarudez y pacifismo, volvió a hacer valijas para sumergirse, ahora sí, en el Tercer Mundo, allí donde, junto a los jesuitas, pensaba combinar lo insondable. Y marchó en línea cartográfica descendente, desde Venezuela hasta Bolivia, es decir, a Cochabamba.


El 2 de septiembre de 1982 Michael escribe a su mejor amigo una carta de recién llegado. Le advierte que está a punto de comprarse una guitarra. Ha comprobado que en el colegio donde vive, los estudiantes aman las canciones de los Beatles. “Quizás mañana me convierta en una estrella del pop”, bromea.


Tres meses más tarde, en los albores del nuevo año, el tirolés, inscrito ya en el seminario jesuita, le anuncia a su padre su reciente adquisición ideológica: el marxismo: “Es la vía para resolver las injusticias sociales, que son la fuente principal de la opresión”.


El 4 de marzo de 1983, Michael inicia el noviciado. A su amigo Ludwig le aclara que no vive en un clásico monasterio, sino en una casa de barrio marginal. Y es que esa es la obsesión del tirolés: “vivir con y como los pobres”. En carta a su familia, el 17 de junio, celebra las próximas clases de aymara y quechua. Una vez que las digiera, el aspirante a jesuita fantasea con vivir 3 meses entre los campesinos. “Ante la posibilidad de aculturarme, la filosofía puede esperar”, decide.


El 6 de octubre, Michael está recorriendo la zona caliente y misionera del Chaco: Capiatindi, en el Izozog. Ha visto a su primer puma, siente los rigores de la mala comida, trabaja en el campo y parece satisfecho.


Sin embargo, las dudas no tardarían en aflorar. El 14 de abril de 1984, Michael ya no es el entusiasta candidato a jesuita de antes, ha iniciado una nueva fase de radicalización. A su hermano Otwin le relata el desafortunado desenlace de una solicitud para cambiar los horarios de las clases a fin de compartir con la gente y sus problemas. Sus superiores se rehúsan, aduciendo que aquel segundo año está orientado a “ordenar la vida interior y madurar”. Michael reacciona molesto: “Siempre he sido un convencido de que todo proceso de maduración interna debe basarse en un modo congruente de vivir”. Más adelante esboza lo que será su opción en el siguiente periplo de la vida: “El estudio y la preparación tienen su importancia, pero si están separados de los problemas reales de la gente, se corre el riesgo de que ese saber teórico solo sirva al statu quo”.


Para entonces, mayo de 1984, se operaba en Michael un choque frontal entre sus testarudas convicciones y las prácticas de sus mentores. A los 23 años de edad, el tirolés había dejado de creer en la ruta misionera. Aquella doble vocación suya empezaba a inclinarse hacia el compromiso político. La sociedad entera lo atría e intuía, en las manos callosas de los obreros, al Dios que no acababa de hallar.


La UMSA


La familia Northdufter miraba con preocupación los constantes cambios de su enviado al Tercer Mundo. En solo 4 años, el joven Michael había cambiado 3 veces de ruta profesional. Para mayo, su nueva meta ya era matricularse en la carrera de sociología de La Paz. ¿Era acaso un muchacho inconstante y voluble? Michael buscó despejar esas dudas en carta a su hermano Otwin, fechada el 26 de mayo de ese año. En ella le asegura contar con suficiente tranquilidad y paz interior, después de su “huida” de la Iglesia. El ex seminarista no reniega de los años dedicados a la vida sacerdotal, al contrario, dice recordar con cariño los ejercicios espirituales, que le devolvieron “la garantía de que vale la pena vivir la vida y vivirla sin egoísmo”. Más adelante emplea la experiencia pasada como pista de despegue para su nuevo vuelo como universitario de San Andrés: “Creo que ahora tengo la oportunidad de transformarme en un cristiano de vida, comprometido con la trayectoria de un pueblo concreto que lucha por su liberación”. Sí, el joven ya había soltado amarras hacia el corazón de la política boliviana, ya no estaba para especulaciones teológicas.



Sin embargo, entre Cochabamba y Bolzano todo era inquietud. El 13 de junio de 1984, Jorge Trías, provincial de la Compañía de Jesús en ese momento, le escribe una carta al padre de su ex discípulo. En ella, el sacerdote dice comprender las razones que sacaron al joven del seminario. Sin embargo Trías transmite su pesar ante la posibilidad de que Michael “se quede solo, sin trabajo ni chances de seguir estudiando”. Entonces le sale una sugerencia casi paternal: “¿No podrían convencerlo de que regrese a Tirol?, en su actual estado, la familia podría ser una gran ayuda psicológica y moral”.


Pero Michael, al que sus nuevos camaradas universitarios llaman Miguel, está viviendo todo con una curiosidad intensa. El 2 de enero de 1986, resumía para su hermano lo ocurrido el año anterior, al que califica de transición. Y es que siente no haber podido hacer mucho. Ante aquella inactividad, declara su necesidad de “regularizar y canalizar su vida sin sofocarla ni disminuir los momentos creativos”. Señala además que lo que le faltan son “motivaciones palpables”. ¿Dónde intuía encontrarlas? En la misma carta, elabora una lista de prioridades, allí figura la labor cultural.


En efecto, durante ese tiempo, Michael hacía teatro en comarcas y barriadas de la mano de un grupo denominado “Siglo XXI”. Por su estatura y piel solían darle el papel de Tío Sam, personaje siempre derrotado al final de cada obra. Él sentía que aquellas acciones públicas ayudaban a que el pueblo comprendiera el sentido de su pobreza e identificara a los autores de tanta tropelía. Y claro, es la gesta sandinista la que lo seduce, esa combinación de política y religiosidad que parece abrirse brecha en Centroamérica: el fusil y los evangelios sintetizando sus dos vocaciones…es el camino de Néstor Paz Zamora, el guerrillero cristiano de Teoponte.


En la militancia armada


Para el 13 de noviembre de 1986, Michael ya no está para jugar papeles en obras de teatro itinerantes. Su hermano debió haber notado su radicalización incesante, pues aquel día le escribe una carta para explicarle por qué se ha convertido en un “extremista”. “Soy un radical, en el sentido de que busco las raíces”, le aclara. A partir de esa definición el nuevo aspirante a guerrillero hace un balance de las condiciones políticas que lo rodean: “La izquierda boliviana está viviendo una crisis profunda. No será fácil encontrar la ruta justa ni la estrategia para la victoria”. Más adelante le comenta las muchas horas de sacrificios, dudas y lágrimas que rodean esos instantes cruciales, aunque él afirma haber superado ese marasmo: “Yo, sin embargo, ya estoy decidido a dar todo lo que puedo dar, poco a poco, acelerando cada día el ritmo”. Y ahí iba el joven tirolés, muy cerca de cumplir los 26 años, debatiendo con dureza dentro de su nuevo partido, el Bloque Popular Patriótico (BPP), las maneras para acelerar el ingreso en escena de los gatillos y las bombas. Dirigía aquella organización un carismático ex sacerdote, Rafael Puente, el hombre, que recogiendo los ecos llegados de Nicaragua, articulaba con lucidez las ideas cristianas y marxistas.


El 6 de marzo de 1987, Michael le confesó a su padre que no frecuentaba mucho las aulas universitarias: “Vivo un dilema: si debo seguir llenando mis lagunas teóricas o debo seguir alentando la acción concreta”. Una vez más, lo mismo, pero en otro plano. Si en el seminario el joven novicio sentía que las discusiones teológicas lo alejaban de los pobres, en La Paz, las disertaciones de sus catedráticos frenaban la actuación directa.


En esa misma carta, el hijo pone en claro ante el padre cuál es su camino: “Tácticamente la violencia puede ser contraproducente, pero desde el punto de vista estratégico, representa una necesidad imperiosa”.


En efecto, Michael ya sabe en qué consiste este último tramo de su cambiante existencia. Su doctrina es el marxismo, pensado como versión radical del compromiso cristiano y su método es empuñar las armas. Según el libro de Cangan, en 1987, Michael y 59 militantes radicalizados, abandonan el BPP y en magna reunión, en el pueblo de Peñas, conforman el Ejército Patriótico de Liberación Nacional (EPLN). En noviembre del mismo año, en cita convergente con otros grupos afines, crean el ELN renovado. Todo está listo para entrar en combate.


Cuesta abajo


Corre el 29 de agosto de 1989. Habían pasado 3 años de la aplicación del decreto 21060, de la derrota de la izquierda, del triunfo del neoliberalismo. Michael forma parte de la célula urbana del ELN renovado. Se encarga de la propaganda y la elaboración teórica. Cagnan dice que no es el líder, pero sí la cabeza pensante. En la carta de aquel día, Michel duda en la intimidad junto a su amigo Ludwig: “Mi organización está andando mal (…) no sé qué hacer, si abandonarla o seguir adelante”.


Nuestro tirolés acabaría muy pronto su vigilia. El 26 de octubre de 1989, su comando daba el primer golpe, asaltando una joyería en el barrio de Miraflores. Ha comenzado la campaña de autofinanciamiento.



El 11 de junio, la célula de Michael ejecuta la operación Bautizo. El lujoso BMW del empresario Jorge Lonsdale ingresaba por la calle Nicolás Acosta a las 8:55 de la mañana. Horas más tarde, la noticia vuela de boca en boca, el industrial ha sido secuestrado, en medio de un mar de especulaciones acerca de la identidad de los autores del plagio. El ministro del Interior de entonces, Guillermo Capobianco, le asegura al país: “El objetivo fundamental es salvar la vida de Londsdale”. Hasta ese momento, la célula que ya lleva el nombre de Comisión Néstor Paz Zamora (CNPZ) puede sentirse victoriosa. Ha perpetrado dos golpes sin mermas en su musculatura, ha iniciado una campaña de consignas en las paredes y se apresta a cobrar un rescate que le permitirá potenciarse.


El diario


Y es en ese 1990 tan activo, cuando Michael comienza a escribir su diario personal. El 15 de mayo se queja por el ritmo endiablado de su vida: “Despertar a las 6:30 y dormir más allá de la medianoche”. Y ese día le sale una frase premonitoria: “Pensar en la propia muerte es un instrumento eficaz para mitigar el espíritu y no caer en consideraciones muy subjetivas”.


El diario refleja las impresiones de su autor a la par de hechos fundamentales. El lunes 11 de junio, a las 9:05 de la mañana, llega Lonsdale a la casa. Michael escribe: “Está en nuestro poder. Hemos cometido algunos errores (…), pero el resultado es muy bueno, es el bautizo de fuego. Ahora solo debemos ir hacia delante, no hay modo de frenar el curso de los acontecimientos”. Frase certera la suya, pues a partir de ese día, a medida que se estancaban las negociaciones para liberar al empresario, qué difícil sería transitar y golpear con un rehén en las espaldas.


El lunes 27 de agosto, Michael ejercita la prosa poética: “Poco a poco empiezo a comprender qué representa la vida de un guerrillero. Una vida sin reposo, una vida que va de una batalla a otra. Una vida sin paz. Una vida llena de sacrificios, de desencanto, de desilusiones. Una vida de perro. Y sin embargo, la vida más atractiva, más bella, más preciosa”.


Llega entonces aquel 10 de octubre del destape. La CNPZ decide tomar atajos, usar sus armas, aún sin haber podido cobrar el rescate. Aquella noche, tumba el monumento a Kennedy y ataca una casa habitada por oficiales del ejército norteamericano. El saldo es desastroso, matan a un policía, hieren a otro y uno de los atacantes sale con un balazo en la pierna. En la huída, los jóvenes abandonan su auto averiado, dejando un ramillete de valiosas pistas para la policía. Michael evalúa las cosas en la página de su diario correspondiente al 11 de octubre: “El resultado general es positivo, se han alcanzado los objetivos prefijados”. Más adelante habla de una “retirada ordenada”, pero, como sabemos en realidad se había disparado la cuenta regresiva en su contra. El diario concluye el 30 de octubre por un Michael crispado por las peleas internas de la célula y por lo que ya comienza a caracterizar atinadamente como una odisea.


Su evaluación era precisa. Veintidós días más tarde, el ministro Capobianco exhibía dos certezas vitales: la CNPZ tenía a Lonsdale y sus componentes estaban bien identificados. Northdufter era imaginado como el cabecilla. Dos semanas más tarde, Lonsdale, Michel y otros dos secuestradores caían abatidos en condiciones mal esclarecidas. Se habló de ejecuciones a mansalva, fusilamiento de presos y sobre todo del MIR, pasando de víctima a verdugo. Bueno pues, de modo que Jaime Paz Zamora no nos diga otra vez que durante su gobierno no hubo llanto de madres ante sus hijos muertos. Estos, entre ellos un tirolés de aires sacerdotales, tuvieron quién reclamara sus cuerpos y criticara la alevosía represora de las autoridades.


Un testamento espiritual


Agosto de 1990. Londsale, al que los guerrilleros llaman Mamani, ya padece su cautiverio. Mientras tanto, la CNPZ prepara la manera de causarle heridas al imperio. Michael Northdufter, el combatiente tirolés del grupo, escribe una larga carta a sus padres. Es la última. Aquí rescatamos alguno de sus párrafos más imponentes: “Ustedes son tiroleses, ciudadanos italianos, europeos. Hace mucho tiempo que yo no soy más un ciudadano de Bolzano. Inglaterra y Holanda significaron para mí solo una parte de mi pasado. Hoy soy un boliviano, un latinoamericano, o, si se prefiere, un ciudadano del mundo. Con ello no quiero decir que reniego de mis raíces. Por otra parte, ustedes sienten que, de acuerdo a su vocabulario, yo soy un idealista. Desde mi punto de vista, es exactamente lo contrario. Vuestro mundo es para ustedes algo objetivo, y para mí es apenas una impresión de la utopía capitalista del consumismo. Sé que para ustedes es difícil comprenderme.


He soñado con una existencia pequeño-burguesa, segura y pacífica. En mi fantasía, habría preferido ser un estúpido soldado de la aviación italiana, antes que un genial revolucionario sin pan ni esperanza en el lugar más lejano y perdido del mundo: Bolivia (…) Estuve a punto de convertirme en un sociólogo académico y aplicado. Pero he preferido las minas, la tierra y la fábrica a la universidad (…). No soy Cristo, pero no intento de algún modo convertirme en un fariseo. Ahora soy cristiano y marxista o, mejor dicho, alguien que, fascinado por Cristo y Marx, ha venido a América Latina para poder vivir la teología de la liberación y la política de liberación”.

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