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La cuestión indígena vista por ojos peruanos y ecuatorianos

Desde que la actualidad informativa se vistiera de Quinto Centenario en 1992, los indígenas están de moda. El derrumbe del socialismo, la insurgencia de nacionalidades soterradas en todo el mundo y la ampliación de los límites de la democracia le han dado viento a sus velas multicolores. Rodrigo Montoya del Perú y Natalia Wray del Ecuador, dos antropólogos de renombre, estuvieron de paso por La Paz y nos comentaron en qué anda el movimiento indígena de sus países. Buena ocasión para comparar panoramas de este lado de la cordillera



“Movimiento Unidad-Plurinacional Pachakutic-Nuevo País”. Son las palabras en boga en el Ecuador desde que las esperanzas populares concentradas en Abdalá Bucaram se disolvieron en multitudes pidiendo su retirada.

“Pachakutic”, para decirlo con brevedad, es una instancia política que representa con autenticidad inusitada a los diez pueblos indígenas ecuatorianos, pero que además convoca a mujeres, jóvenes, negros, maestros, sindicatos, luchadores por los derechos humanos, gente de Iglesia e intelectuales independientes.

Todo comenzó a incubarse en junio de 1991 cuando la Confederación Nacional de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie) se adueñó de tres días del calendario para protestar contra la indiferencia del gobierno socialdemócrata de Rodrigo Borja con respecto a sus problemas. Luego vino la masiva concentración en Quito, octubre de 1992, a propósito del Quinto Centenario del Descubrimiento de América.

Sin embargo aquello resultó ser sólo un preludio de acontecimientos mayores. En junio de 1994, los indígenas de ese país se precipitaron a la lucha frontal. Durante aquellas jornadas bloquearon carreteras, provocaron desabastecimiento en las ciudades y se enfrentaron con audacia a los uniformados. Lo hacían para rechazar la promulgación de la Ley de Desarrollo Agrario suscrita por el presidente Sixto Durán Ballén.

El despertar indígena ecuatoriano estuvo capitaneado por personas que hoy son celebridades de primera plana. El principal se llama Luis Macas, tez morena y sombrero bien calado. También están los amazónicos Rafael Pandam y Valerio Grefa, además de la abogada quechua Nina Pacari. Ante la magnitud de tal movilización, Durán Ballén tuvo que sentarse a negociar con los indígenas para hacerle retoques importantes a su ley. En menos de dos décadas, los primeros pobladores del Ecuador se habían transformado en una fuerza social prominente.


El salto político


Años después y sin grandes cuestionamientos, la Conaie empezó a buscar un rumbo político. Procedía así, aunque con éxito, como las huestes de Marcial Fabricano en Bolivia.

Lejos de plantear la disputa con el Estado, al que sigue calificando de excluyente, esta organización ecuatoriana decidió tomarlo por asaltos graduales y bien calculados. La senda ya estaba parcialmente abierta desde 1978 cuando la nueva Constitución política entregó a los analfabetos el derecho al sufragio, medida que benefició más a los indígenas, una población castigada por la falta de escuelas.

El segundo paso tuvo lugar en 1994. Sorprendentes reformas constitucionales abrieron las puertas a la participación de personas y grupos independientes en las justas electorales. De una manera insólita, los partidos políticos del Ecuador renunciaban al monopolio de la representación ciudadana y permitían que las organizaciones sociales compitan con ellos por el favor electoral. Un paso que en Bolivia aún resulta quimérico.

Los indígenas fueron los primeros en asumir el desafío. Inicialmente sólo se plantearon ocupar los gobiernos seccionales, pero después de varios coqueteos con los partidos de implantación nacional, firmaron una alianza con el periodista y flamante político Fredy Ehlers, el único que aceptó sus demandas de manera plena. El pacto fue sellado en 1996 y contenía propuestas centrales como la convocatoria a una Asamblea Constituyente y la meta de un Ecuador verdaderamente plurinacional.

Consultado sobre las razones de la alianza con Ehlers y la negativa a tener un candidato presidencial propio, un asesor de la Conaie decía que como los indígenas no tenían una experiencia electoral previa, era mejor caminar lento, pero seguro.

Ehlers hizo campaña por su lado, los indígenas por el suyo. Los candidatos al parlamento de la alianza corrían por listas separadas. “Pachakutik” financió la mitad de su campaña con la venta de wiphalas, las banderas de cuadros multicolores que también fueron adoptadas por los indígenas bolivianos de Los Andes. Un batallón de actores y titiriteros partió hacia las comunidades más apartadas a fin de pedirle a la gente que se inscriba para votar y que lo haga por la lista de la Conaie.

El resultado fue notable: 8 diputados provinciales, 3 alcaldes, 8 presidentes de concejo, 33 concejales y 9 consejeros. Estos principiantes de sombrero y ropa tejida daban la sorpresa electoral de fin de siglo.

En Chimborazo, los candidatos electos de “Pachakutic” firmaron y entregaron sus renuncias, anticipadas y sin fecha, a una asamblea comunitaria. El propósito era que si llegaban a traicionar las causas populares, las comunidades puedan usar esas cartas para separarlos de sus cargos. Control social, dirían nuestros politólogos.


La Constituyente


Tras la caída de Bucaram, el arribo al poder de Fabián Alarcón y la convocatoria a la Asamblea Nacional, responsable de redactar una nueva Constitución, la Conaie ha seguido fortaleciendo su musculatura social. En noviembre ya estuvo en condiciones de marchar sin alianzas hacia la cita con las urnas y ha dado una nueva sorpresa. Siete de los 60 asambleístas encargados de redactar la nueva Carta Magna forman parte de sus filas.

En una entrevista difundida por la red Internet, Luis Macas es muy claro al plantear lo que exigen los indígenas de la próxima Constitución: “La actual es anacrónica, solamente beneficia a pequeños grupos de poder. La legislación contempla los derechos individuales, de la familia, pero no los derechos colectivos, los de los pueblos indígenas”. Así están las cosas por el norte para envidia de un país como éste, en el que a pesar de un vicepresidente aymara, la Ley INRA y la Participación Popular, las organizaciones indígenas aún no pueden estar representadas sin mediaciones partidarias.


El Perú


En el país de José María Arguedas y José Carlos Mariátegui, la demandas indígenas han ido perdiendo terreno a medida que el paisaje político se fue nublando por la conducta autoritaria de Fujimori. Las apelaciones a un Perú plurinacional que deje atrás el centralismo de una Lima señorial y aristocrática fueron arsenal retórico de la izquierda, pero nunca llegaron a ser asumidas con sinceridad por sus portadores, tan oligárquicos como los sujetos a los que fustigaban.

La debacle del gobierno de Alan García, junto a la irrupción del terrorismo senderista, contribuyeron a desprestigiar la causa indígena. Si bien los fanáticos de Abimael Guzmán nunca predicaron el respeto a la diversidad étnica, el origen provinciano y los iniciales éxitos de su partido en la sierra, le otorgaron la imagen de ser un movimiento indio que resoplaba muerte contra la capital blancoide. La llegada de las bombas a los barrios residenciales de Lima reforzó esa visión de una guerra étnica de la sierra contra la costa, del indio contra el blanco, el temblor viniendo de abajo.

Durante un tiempo hablar de lo indígena en el Perú equivalía a apuntarse en la lista de sospechosos de senderismo. Hoy, con el apresamiento de Abimael Guzmán, las reivindicaciones étnicas se abren paso a muy duras penas.

El contraste con el Ecuador es entonces total, en el Perú las cosas comienzan recién a recomponerse tras diez años de guerra y construcción autoritaria.


Dos antropólogos


Natalia Wray y Rodrigo Montoya estuvieron en La Paz por diferentes motivos. Se trata de dos antropólogos de reconocido prestigio, la primera ecuatoriana, el segundo, peruano. Sus visiones nos ayudarán a iluminar los escenarios descritos acá y a trazar parangones propios con nuestra realidad. Conozcamos sus puntos de vista.



Más allá de las apariencias: La defensa de la identidad, ¿una causa con futuro?


Si algún derecho tienen los indígenas, es a dejar de serlo para convertirse al fin en beneficiarios de una integración efectiva a la vida nacional. Así planteaban el asunto varios autores a principios de los 80 (Deverre, Friedlander y Favre). Decían también que el ser indígena es un escalón de marginación social y que al querer preservar esa identidad, en realidad se está pretendiendo perpetuar tal condición de rasgos cruelmente coloniales. ¿Para qué seguir machacando entonces con lo indígena, más aún si ni ellos parecen querer seguir manteniendo esa identidad?

El antropólogo peruano Rodrigo Montoya afirma que más allá de ese aparente deseo por borrar su faz cultural, está la práctica cotidiana de la defensa de las tradiciones y el comunitarismo. Montoya pide que no nos engañemos con hechos comprensibles y legítimos como la lucha por aprender el castellano, instrumento de poder lingüístico en nuestros países. Los indígenas quieren que sus hijos aprendan la lengua dominante a fin de incrementar sus posibilidades de éxito en la vida. Lo mismo sucede con el originario de la selva que se apropia de la escopeta para cazar. El que la use no significa que esté renunciando a su cultura, sino que pretende ser más eficaz en la lucha por la subsistencia.

“Ellos, sin pedirle permiso a nadie, dice Montoya, se apropian de lo que viene del mundo occidental y les es conveniente. Es una apropiación en función de las necesidades. La gente quiere lo mejor de los dos mundos”. Con ello reafirma que los indígenas no pretenden construir un Estado autónomo, soberano e independiente de los blancos, sino un escenario intercultural donde ellos accedan a las ventajas del mundo industrializado, pero sin perder sus valores.

Y entonces Montoya formula su propia utopía social. Subraya que Occidente ha colocado en el horizonte del mundo el ideal de una sociedad libre y democrática, una contribución fantástica. Mientras tanto el mundo indígena nos ofrece el ideal de la reciprocidad y la solidaridad. “Todo lo que tenemos que hacer en política es reunir estas dos cosas en un solo pensamiento y acción”, sentencia.

Montoya recuerda que el marxismo fracasó, porque sólo privilegió la solidaridad en desmedro de la libertad, mientras el liberalismo persigue el desequilibrio inverso. De lo que se trata ahora es de unir armónicamente ambos principios. “Lo terrible sería que aquellos que lucharon con más tesón por los valores comunitarios ya no estén en el mundo cuando éste logre la síntesis”, anticipa.


Desde Quito


La antropóloga ecuatoriana Natalia Wray recuerda que la idea de integrar a los indígenas dentro de la llamada cultura nacional no es nueva. Ese planteamiento inspiró la reforma agraria ecuatoriana en 1964 bajo la idea de convertir las comunidades indígenas en cooperativas. ¿Cuál fue el resultado de esta política integracionista? Según Wray el tiro les salió por la culata a sus inspiradores. Una capa importante de indígenas accedió a las universidades y surgió un grupo de profesionales de tez morena que en vez de “integrarse”, optó por reafirmar su identidad de origen. De pronto la idea vaga de una identidad diferenciada comenzó a reafirmarse desde la academia, la cátedra, la investigación científica y la jerga profesional. Los pueblos originarios contaban con intelectuales para sistematizar sus sueños.

Natalia Wray coincide con Montoya al señalar que las demandas indígenas contemporáneas no pretenden un retorno al pasado precolombino, sino que lanzan una mirada hacia el futuro. Es lo que se denomina “desarrollo con identidad”, o avanzar sin desconocerse. Nuestra entrevistada pone como ejemplo a los famosos indios otavaleños de su país. Muchos de ellos tienen boutiques para su artesanía en Europa, hacen frecuentes giras por varios continentes, envían a sus hijos a estudiar al Japón o España, pero siempre regresan a Otavalo, cultivan su idioma y sienten la necesidad de potenciar sus rasgos propios.


El hecho diferencial


Pero ¿qué es eso de la identidad indígena?, ¿son ellos realmente diferentes al resto de los ecuatorianos, peruanos o bolivianos? Wray y Montoya encuentran determinadas esencias que edificarían una especie de hecho diferencial indígena en nuestros países. Wray dice que un rasgo central es la lengua, poseer un idioma distinto al castellano. Luego menciona las prácticas económicas distintas no siempre basadas en la acumulación de riqueza y una organización social muy particular, cuyos cimientos son el comunitarismo, la ayuda al desvalido y la obligación de redistribuir que recae en los más prósperos.

Montoya suscribe lo dicho por su colega ecuatoriana y añade una constatación vital: cuando el indígena llega a la ciudad provisto de su cultura solidaria, encuentra que esos rasgos ya no le sirven para sobrevivir en el nuevo escenario. “Entonces la persona se siente desvalida, sólo le queda competir con los otros y es ahí donde aprende todo lo malo. El migrante andino se corrompe en la ciudad, roba, mata, se vuelve vivísimo. Los elementos de su matriz cultural lo colocan como tonto, víctima o ingenuo, y se da cuenta de que eso sólo le sirve con sus pares, pero no con los de la ciudad”, describe Montoya.


Mestizaje, metáfora inútil


Con el comentario de nuestro entrevistado del Perú hemos aterrizado en un asunto fundamental para entender este tema: su transformación bajo las inclemencias de un entorno cultural distinto y hasta adverso. Algunos autores dicen que allí surge el mestizo, una mezcla prodigiosa entre lo indígena y lo occidental, una simbiosis de lentes oscuros y moseñada. Montoya responde que esa es una metáfora inútil, y en ello es tremendamente cuestionador. Él no cree en la mezcla plena de símbolos y actitudes culturales, pues ve que entre el talante urbano y la tradición rural hay una clara imposición de la primera sobre la segunda. “No hay una cultura mestiza que brote de las dos, nueva y distinta. Lo que hay es una cultura dominante con todos los elementos a su favor para su reproducción y un conjunto de culturas subordinadas que sobreviven con dificultad. El mestizaje no es un espacio permanente, sino una situación fugaz”, asegura.

De manera que el mestizaje tan teorizado y defendido en Bolivia es para este peruano una fotografía sin espesor histórico. Si vemos la figura en movimiento, encontraremos que los rasgos indígenas se van borrando con el paso de las generaciones. Ahí está la película, no la foto; el proceso histórico, no el momento.

Tras entender las cosas así, Montoya se muestra preocupado. Ve que el tiempo juega en contra de las culturas indígenas, arrastradas por una vorágine que las transporta hacia su extinción. Impedirlo es tarea de una política creativa que, en el caso de su país, deseche la visión de que el Perú es sólo Lima, pero que tampoco crea que es únicamente el Cuzco. Hay que dirigirse por el camino de la interculturalidad, de la convivencia sincera entre múltiples identidades, sin que ninguna subordine a las otras. Esa es la apuesta de Montoya.

Hoy, en el Perú, las reivindicaciones indígenas se plantean en condiciones de soledad. Nuestro entrevistado dice que están en la tarea elemental de recordar que los quechuas existen, y que la democracia peruana tiene potencialidades fantásticas en las comunidades. En el Ecuador, los indígenas viven su mejor primavera, una luna de miel con sus bases construyendo representaciones propias. ¿Y dónde está Bolivia?

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