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Comunicación, pluralismo cultural y ciudadanías en Bolivia


El tema que nos reúne esta noche (junio, 2002) posee una actualidad indudable. Bastaría con ojear los periódicos aparecidos en estos últimos meses para tropezar, a cada paso, con noticias referidas a la pluralidad cultural, sus consecuencias y, entre éstas, la posibilidad de que en vez de una, pueda haber varias ciudadanías en un mismo país. El dramático derribo de las Torres Gemelas en Nueva York, la consiguiente guerra de las potencias occidentales contra el gobierno fundamentalista de Afganistán o el ascenso electoral de la ultra derecha en Austria, Francia, Holanda, Italia y ahora Colombia han sido los motores más visibles y recientes de la discusión internacional en torno al pluralismo cultural y las ciudadanías. De modo que lo que abordaremos aquí tiene puntería, pertinencia y sentido de la actualidad.

Lo que me propongo plantearles acá es apenas un mapa para la discusión, es decir, un escenario de posiciones en torno a las cuales podría facilitarse un intercambio más ordenado de ideas. Nuestro tema es tan complejo como el propio asunto que intenta comprender, de modo que cualquier aproximación limitada como ésta, implicará siempre un empobrecimiento, vale decir, un olvido premeditado de algunas dimensiones a fin de concentrarse mejor en otras. Dado que nuestra pasión permanente es Bolivia y en vista de que nos encontramos en pleno proceso electoral, les propongo conectar los conceptos, acá propuestos, de pluralidad cultural, comunicación y ciudadanías con los de democracia, identidad y mercado. Este andamiaje de seis conceptos parece ser el mínimo indispensable a la hora de forjar un escenario propicio para la discusión.

Manos a la obra entonces. La tesis de partida de nuestra argumentación sería la siguiente: ni la identidad ni su consiguiente pluralidad cultural y tampoco el mercado son piezas constitutivas de la democracia. Pueden acompañarla sin dañarla, pero en ningún caso son condiciones para su realización. Si lo son, en cambio, la comunicación humana y la noción de ciudadanías sin las cuales cualquier construcción democrática tiende a ser una simulación.

Las ideas anteriores junto a sus conexiones internas ya son un primer paso indispensable para encarar nuestro tema, cuyo nudo problemático se sitúa, sin duda, en las conflictivas relaciones entre el funcionamiento de la democracia y el despliegue paralelo de la pluralidad cultural.

En efecto, una de las conclusiones más difundidas del siglo 21 recién iniciado podría ser que la democracia no siempre resulta siendo compatible con la pluralidad cultural. Más aún, hay autores que postulan con cada vez menos temor que la fragmentación étnica y religiosa incluso puede llegar a ser la tumba de los ideales democráticos. Demasiada diversidad y peor si ésta contiene culturas autoritarias, debería llevar al fin del pluralismo. Eso es lo que sostiene Giovanni Sartori en su polémico libro acerca de la sociedad multiétnica. Así, de manera natural, hemos arribado ya a la primera postura con respecto a este tema. El ya citado Sartori, Fernando Savater o Mario Vargas Llosa, para citar sólo a los más divulgados, comparten la misma trinchera teórica que podría llamarse sencillamente liberal. Su principal premisa es la ya adelantada líneas atrás: la identidad no es elegible y por lo tanto está reñida con la democracia, que es, sobre todo, un territorio de seres humanos libres y capaces de decidir con base en una racionalidad universal.

De acuerdo a este punto de vista, la identidad cultural, al ser un hecho fortuito e impuesto desde la cuna, sería una fuerza que en esencia socava la vida en democracia. Por eso Savater tiene un pleito añejo con el nacionalismo vasco y su ariete más sangriento, el grupo ETA, y por eso Vargas Llosa libra batallas similares allí donde se le presenta la ocasión. Estos liberales radicales y didácticos sienten que la identidad es un obstáculo nocivo para el debate libre y abierto, más aún si deriva en movimiento social y político capaz de afrontar decisiones vinculantes para todo un país.

¿Qué ofrecen estos teóricos a cambio? Una democracia conformada por individuos racionalizantes y liberados de sus lastres culturales de origen. Savater advierte al respecto que la democracia perfecta sería aquella en la que un recién llegado termine dirigiendo a los allí nacidos y educados. En caso de darse este caso hipotético, querría decir que los ciudadanos habrían decidido a favor de los mejores argumentos y además, dejado de lado las identidades culturales. Savater sueña con un tribunal en el que los negros lleguen a fallar en contra de su hermano de raza, porque las evidencias y no las invocaciones a la solidaridad étnica, así lo dictaminen. Cerebros sin color, esa es la apuesta.

Hasta ahí, en breves palabras, la postura liberal radical. Sus críticos afirman con justicia que tal concepción de democracia es casi intercambiable con la de mercado. Al igual que en el territorio conformado por vendedores y compradores, en la democracia liberal definida de esta forma, los únicos actores serían los individuos provistos de sus preferencias egoístas. Cualquier asociación humana, al generar autoridad y apelar potencialmente a las tradiciones se convertiría en un virtual peligro para la democracia. Barber ha definido este mundo como McWorld en alusión a una sociedad cuyas únicas decisiones vitales giran alrededor de qué consumir.

En casi perfecta oposición complementaria a este planteamiento, está, por supuesto, el nacionalismo y hoy, sobre todo, en sus versiones subalternas e insurrectas. Como es deducible, el componente central de esta postura es la identidad, entendida como un acto de soberanía permanente, un mandato de beneficio colectivo que puede ser depositado en un grupo de individuos audaces o finalmente, en un caudillo excepcional. Barber califica genéricamente a este esquema como de Jihad. Entre sus impulsores teóricos más importantes tenemos con seguridad a Fidel Castro, gran parte de la izquierda soberanista, la ultraderecha que ahora brota en Europa y con menos vigor, pero inteligentes matices, el subcomandante Marcos.

Así, mientras la posición liberal tiene como soporte básico a la conducta económica y hedonista, la postura nacionalista encuentra eco en la potencia de la actividad política y/o religiosa. De la misma forma, mientras la primera pone su acento en la libertad, la segunda desarrolla su discurso alrededor de la igualdad comunitaria.

En medio de estos dos polos, el liberalismo radical y el nacionalismo comunitario, y en gran parte, a raíz de sus sangrientas equivocaciones, se ha ido abriendo brecha una tercera posición realmente difícil de distinguir por su carácter incierto y su capacidad de combinar en su seno los dilemas de la identidad y los de la libertad individual. Esta postura podría ser calificada como la de una democracia deliberativa y republicana en la que la libertad y la igualdad buscan su compatibilidad en un duro forcejeo. En cierto sentido, lo fundamental del esquema deliberativo es la importancia que le concede al procedimiento por encima del resultado. Para esta posición, el medio es el fin y a ello me adscribo militantemente. Así, no es posible trabajar a favor de la libertad empleando métodos autoritarios y tampoco se puede propagar la igualdad desde una situación de privilegio perpetuo. De modo que si el método empleado para tomar las decisiones es verazmente democrático, el desenlace debería ser irrelevante, porque tenderá a ser satisfactorio. Esta es la utopía de Habermas y otros autores.

Otro pilar de la plataforma deliberativa es, como sabemos, la dimensión pública, es decir, el sitio en el que todos los potenciales afectados acceden a la toma de decisiones en plena igualdad de argumentación. Allí, individuos e identidades concurren con la disposición a convencer y dejarse persuadir, pero para ello requieren de reglas de discusión horizontales y equitativas. Es indudable que este modelo es portador de una carga idealista notable, porque supone la existencia de un espacio en el que las asimetrías de poder queden canceladas para dar la victoria a los mejores argumentos, sin embargo, se plantea como una opción que, así sea sólo en la teoría, consigue eludir la polarización entre McWorld y Jihad.

Si se observa con detalle, los tres esquemas desarrollados hasta acá plantean como meta final la cohesión de la sociedad. El liberalismo radical postula que aquel lugar de encuentro es el mercado como dispositivo efectivo para satisfacer las necesidades de cada persona. El nacionalismo comunitario construye un escenario de integración alrededor de rituales de unidad identitaria en los que cada quien llega a sentirse hermano del otro. Finalmente, la opción deliberativa concibe como espacio de cohesión a la democracia en sí misma como lugar de discusión de ideas y toma de decisiones socialmente vinculadas.

Es aquí donde de pronto la comunicación humana y la noción de ciudadanías cobran una especial relevancia. De cómo se desplieguen ambas, dependerá la manera en que se vincule la democracia con la pluralidad cultural. Es por ello que, por ejemplo, los medios juegan un papel fundamental en este proceso. Pues resulta que éstos carecen de capacidades técnicas para impulsar una auténtica deliberación emancipadora. La transmisión unilateral de contenidos sobre una red de amplias derivaciones significativas no es el mejor ejemplo de una vida democrática.


Bibliografía de referencia


Barber, Benjamín R., 1995, Jihad vs. McWorld. Terrorism challenge to democracy, Ballantine Boocks, Estados Unidos.

Flusser, Vilém, 1998, Kommunikologie, Fischerverlag, Alemania.

Hartmann, Frank, 2000, Medienphilosophie UTB, WUV Universitätsverlag, Viena, Austria..

Luhmann, Niklas, 2000, La Realidad de los Medios de Masas, Universidad Iberoamericana, Anthropos, México.

Sartori, Giovanni, 2001, La Sociedad mulicultural, Taurus, España.

Schmidt, Siegfried J., 2000, Kalte Fascinación. Medien, Kultur, Wissenschaft in der Mediengesellschaft, Verbrück Wissenschaft, Alemania.

Wiegerling, Klaus, 1998, Medienethik, Verlag Metzler, Stuttgart, Alemania.

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