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La despensa que olvidamos: recordando a Javier Hurtado

Son mayoría. Se prestan plata, compran y venden de inmediato, deliran con los precios y las oportunidades especulativas. Para colmo, gozan de privilegios bancarios, pues sus negocios son certeros. Pero también están los que usan el dinero para crear -empleos, riqueza-, los que se demoran en sacar dividendos, pese a lo cual los reinvierten. Sí, son productivos, aunque el país les dé la espalda. Javier Hurtado, ex ministo ya fallecido, estuvo afiliado a esa raza de quijotes e hizo inventario de magulladuras


El tipo era perseverante. Empezó con cinco empleados, luego pagaba sueldos a cincuenta. Despegó con una modesta tienda, después piloteaba más de una docena, incluidos tímidos enclaves en Cochabamba y Santa Cruz. Se prestó plata de cuando en cuando, y recordó haber devuelto los billetes siempre un día antes de que los plazos bancarios expiraran. Fue uno de los pioneros en revivir el chamillo, pan plebeyo fabricado con harina integral, y fue capaz de enfrentar la competencia en serio, prueba indudable de que ha abierto un breve boquete en el mercado. Puso en la mesa familiar alimentos “exóticos” a base de amaranto, quinua, miel o cañahua, y ahora varios de sus ex empleados prueban fortuna propia con similares recetas, nueva señal de que la gastronomía doméstica ha iniciado una lenta mutación hacia componentes nativos.

Que duda cabe, Javier Hurtado pudo crear, en casi una década y bajo condiciones adversas, un espacio alternativo de generación de riqueza, los gérmenes de una industria que no se devana los sesos elucubrando sobre extravagantes ventajas comparativas, sino que toma nota de nuestra tradición escondida. ¿Qué podemos producir a fin de conquistar un espacio en la economía mundial? Hurtado repasó los siglos y enunció en esta entrevista productos de exclusividad autóctona.

Lo que hoy llamamos Bolivia ya tuvo perspectivas económicas interesantes en tiempos de Cristóbal Colón. Resulta que los pueblos andinos ostentaban una amplia alacena, rica en yacimientos nutricionales. Sucedía lo contrario con nuestros conquistadores, apeados a las carabelas en parte por los escozores del hambre. “Aquí, si algo hacían bien, era comer”, confirmaba Hurtado y es verdad. Los indígenas apenas consumían carne, pese a lo cual se adueñaron de las proteínas y calorías necesarias para erigir un imperio. Cuando Europa se topó con América, además de montañas de plata, encontró una fabulosa despensa de la cual apenas aprovechó el maíz y la papa.

Esa es, a juicio de Hurtado, la gran ventaja comparativa que hemos dejado dormir desde hace cinco centurias. Su fórmula contemporánea es sencilla, se trata de industrializar aquello que siempre hemos cosechado en el empobrecido occidente de la República. Dicho y hecho, “Irupana”, la empresa de nuestro entrevistado, lo viene ensayando a mediana escala. Fue por ejemplo la primera en deambular por las ferias del altiplano comprando arrobas de cañahua para luego colocarla en los supermercados en forma de pito.

Los tibios alcances de esta actividad ya empiezan a asomarse en el horizonte. Javier contaba que desde que la Infanta Cristina incluyó en el menú de su boda barcelonesa a la llamada quinua real, la demanda internacional por este cereal ha crecido geométricamente, tanto, que amenaza con dejarnos sin reservas para el consumo local. Hace dos años, el quintal de quinua costaba 80 bolivianos, hoy está en 250. De tal suerte que lo mejor y en grandes cantidades se dirige a la exportación. No está lejos el día en que sean los norteamericanos quienes nos vendan su quinua, atrapada en envases de cartón, con sonrientes sorpresas coleccionables en su interior.


Vencer el desencuentro


Lo de la quinua es una severa advertencia. Recursos como ése anidan en nuestras parcelas más miserables, sólo falta alguien que los transforme, envase y comercie con tino. Si no somos nosotros, emprendedores foráneos pueden ganarnos la partida usando nuestra propia base agrícola.

Javier lamentaba que la ligazón entre agricultura e industria sólo se haya establecido en Santa Cruz y tomando en cuenta cultivos extranjeros como la soya o el arroz. Constataba que la Reforma Agraria de 1953 liquidó esa posibilidad en el altiplano y los valles, extinguiendo comunidades, expandiendo el minifundio y con él, la pobreza. “Nunca hubo un encuentro entre empresariado y producción indígena”, era su observación. Tuvo que ser él, un antiguo militante trotskista, ducho en tesis sociológicas y antropológicas, quien emprendiera solo el camino que una mal llamada clase empresarial no se anima a recorrer.

Javier estaba solo por doble partida, encima de que sus compañeros de ruta son pocos, avanzaba sin amparo gubernamental. Y lo dijo con claridad, el Estado carece de una estrategia de capitalización para la agricultura occidental a la que sigue etiquetando piadosamente como “economía de subsistencia”. “Es una tragedia”, comentaba con marcada desazón. Buscó en su mente alguna imagen realista del porvenir y sólo divisaba empresas transnacionales pagando algunos impuestos, carreteras que aceleran el comercio entre países ajenos y migajas lloviendo sobre nosotros, los cobradores de peajes módicos, el monto mínimo para no perecer.

Javier creía que ese futuro es más patético todavía, si se comprende que en este, como en ningún otro país, podría apostarse con fuerza a la alimentación orgánica, libre de químicos, plena en nutrientes.


La lucha por el prestigio


La pelea requiere de gran tenacidad y Javier pagó un alto precio por su originalidad. Sus inéditas máquinas fueron adaptadas a los cultivos originarios, sus esperanzas tecnológicas descansaban en los escasos trabajos de investigación sobre la materia, su mercado es minúsculo comparado con la masa de consumidores de fideo, harina blanca, pan empobrecido, arroz y cereales de contrabando decorados con gallos, tigres o elefantes de sonrisa permanente.

Pese a la expansión de sus tiendas y a la diversificación de sus productos, Javier comprendía que jamás podía competir con los productos masivos, baratos y de baja calidad. Por eso no tuvo más remedio que acudir a consumidores de élite, los que aprecian lo natural movidos por sus lecturas, esos que él llamaba con cariño, “exóticos vegetarianos de la clase media”.


Por eso, la salida más visible para Javier fue la exportación, acceder a las clases medias ampliadas del mundo. Al meditar sobre ello, era consciente de que vulneraba uno de sus más caros principios. Él mantenía aún la idea de que no deberíamos ir por la ruta de la quinua, es decir, sacar lo mejor de nuestra materia prima alimentaria afuera con la consecuencia de que a la larga ya no podamos disfrutarla. El día en que norteamericanos, japoneses o europeos incorporen en su dieta la cañahua o el tarhui, los convertirán en productos sofisticados, distantes a nuestra mesa. “No quiero contribuir a eso, pero creo que no tengo opción”, confesaba Javier, atrapado en un país que desdeña su producción interna y por ende, su soberanía digestiva.


Hora de distinguirlos: Especuladores y empresarios


Javier Hurtado fue militante de izquierda. Su partido le asignó el campo como escenario de agitación y propaganda. En las pampas altiplánicas comprendió lo penoso que resulta, para una organización liderizada por intelectuales criollos de clase media, fungir como representante de aymaras o quechuas. Consciente de tal usurpación, colgó la túnica de mediador revolucionario, cesó de hablar a nombre de los oprimidos y prefirió asociarse a ellos. Desde entonces, antes que pretender liberarlos, les compra sus productos y los procesa. Ahí residía su energía creadora, en convocar a factores tan diversos y ponerlos a generar riqueza.

Al trotskista de antes, ser empresario le parecía sencillamente fascinante. No por las menguantes ganancias que pueda conseguir, sino por los valores que descubrió en ello.

“El empresario no tendría por qué actuar como un ser temible”, adelantaba. Al contrario, Javier opinaba que Bolivia necesita de emprendedores, personas capaces de parir desarrollo en serio, sin filantropías ni interminables subvenciones.

Sostenía que el socialismo tuvo como principal error haber forjado puros funcionarios, fieles a los dictados partidarios, inútiles para usar su iniciativa personal. Esos regímenes mezquinaron la libertad impidiendo que los individuos tomen decisiones y asuman riesgos. Hurtado exigía rescatar los estímulos a la creatividad.


Carisma


Otra conclusión a la que llegó es que “no todo el mundo puede ser empresario”. A riesgo de mostrar un atisbo de vanidad, aseguraba que para crear riqueza no hace falta tanto capital como carisma. El solo arte de convencer a los banqueros y sobre todo comprender qué producir para atender las necesidades de la gente, ya es un mérito indudable.

Y ¿qué de la explotación del hombre por el hombre? ¿Acaso no denunciaba él mismo la existencia de la plusvalía, ese excedente arrebatado al obrero por el dueño de la factoría? Javier admitía que él obtuvo una plusvalía, sin embargo pensaba que bien vale ese margen de ganancia si se han creado puestos de trabajo en un país en el que tener un salario fijo es un privilegio. Pero quizás lo más importante es que Hurtado no usó esas utilidades para meterlas a un banco y hacerse la vida fácil. Ha preferido reinvertir, seguir creando y en ello es una verdadera excepción.


Reinvertir, una rareza


Esto último es central, porque en ello se aloja la diferencia entre empresarios y hombres de negocios. A los primeros les fascina inventar mecanismos para producir bienestar; a los segundos, les preocupa la oportunidad fugaz, la vía más rápida de agigantar su fortuna al margen de si se edifica o no una fuente estable de ingresos. Y claro, el comerciante no vive de la explotación concreta de nadie, pero su rol en la economía suele ser bastante superfluo.

Según Javier, la economía boliviana estaba más poblada de especuladores que de productores. Para él, la Confederación de Empresarios Privados de Bolivia (CEPB) era un fiel reflejo de ello, pues ahí mandan los banqueros y expertos financieros, no los industriales.

“La CEPB es anacrónica, ahí se reúne lo más retrógrado de la clase”, aseguraba quien a momentos recicla con pertinencia sus pretéritos planteamientos marxistas. Ante ello, Javier abogaba por la representación cada vez más firme y autónoma de los auténticos emprendedores, a fin de diferenciarse nítidamente de quienes dedican sus desvelos al contrabando y a la especulación con dinero ajeno. Sólo si los sectores productivos consiguen colocarse al centro de las preocupaciones de banqueros y comerciantes se habrán sentado las bases para la existencia duradera de una burguesía respetable en Bolivia. Mientras tanto los bellos supermercados seguirán vacíos de consumidores y llenos de productos importados por la sencilla razón de que tales maravillas traídas de afuera, sólo crean empleo y poder adquisitivo en otras latitudes.


Seamos congruentes: Hacia un auténtico libre mercado


Javier Hurtado no creía que aquí vivamos en los marcos de un auténtico libre mercado. Para que ello sea así debería existir, opina, paridad para todos. Y resulta que por ejemplo muchos no pagan sus impuestos, que el contrabando estrangula a los productores nacionales, que el Estado exige a los industriales bolivianos cosas que no pesan en origen sobre los productos extranjeros.

Por ejemplo, en Chile el interés bancario al industrial era del 8 por ciento, aquí oscila entre el 14 y el 16. ¿De qué libertad puede hablarse si unos tienen más oportunidades que otros? En Chile, el crédito otorgado a los comerciantes sirve para que éstos le compren al industrial chileno¸ aquí se usa para financiar el contrabando. Hemos llegado a la aberración, recuerda Javier, que los bancos prestan plata a supuestos importadores y no les exigen sus pólizas de internación de los productos, porque saben que son contrabandistas en camionadas.

Frente a esto, nuestro entrevistado proponía la libre importación, una sin cortapisas que acabe por eliminar los márgenes de lucro del contrabando. El día en que todo entre sin restricciones al país se habrá acabado la corrupción en la aduana, pero sobre todo el negocio para los contrabandistas.

A ello hay que añadir el pago diferenciado de impuestos. No es posible que una máquina que crea diez fuentes de trabajo, pague el mismo 40 por ciento de tributo que un auto de lujo.

Medidas como esas lesionarían intereses muy poderosos de aquellos que viven del comercio transfronterizo, pero fortalecerían mucho a los productores nacionales. Javier Hurtado pensaba que esa es la manera en que la clase dominante se transformaría en clase dirigente, sacrificando a sus sectores parasitarios y fortaleciendo a los generadores de riqueza. Si así ocurriera, nadie dudaría de que son los mejor preparados para dirigir el país.

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