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Habla Juan Ramón Quintana: militares sin guerra visible

Las Fuerzas Armadas fueron noticia oprobiosa en las jornadas de asalto a la democracia (1964-1982). Pasado ese oscuro periodo, tuvieron que parapetarse bajo el manto del silencio. Hoy sólo reaparecen si se discuten sus ascensos o se diseña el presupuesto de defensa. Sobre los nuevos roles pensados para militares en democracia y globalización habla el mayor Juan Ramón Quintana, un uniformado amigo del dato, la investigación y la propuesta madura. Lo entrevistamos antes de que se convierta en uno de los ministros más poderosos del gabinete de Evo Morales.



Quien se imagine encontrar detrás de aquel escritorio a un militar de modales rudos y “carajazo” en bandolera está a punto de llevarse un chasco. El mayor Juan Ramón Quintana lleva el mismo uniforme que los de su rango, esa estrella metálica duplicada para cada hombro, pero se distingue de la mayoría de ellos por su talante sereno y sus estudios en sociología, esos que adquirió al otro lado de la “trinchera”, en las aulas de la Universidad Mayor de San Andrés.

Cuentan quienes lo conocen, que a principios de los 80, Juan Ramón administraba lo más parecido a una vida dual. Algunas horas del día deambulaba con gesto marcial por las acostumbradas guarniciones; poco después, mudado de ropa y semblante, se internaba a través del pétreo atrio universitario, territorio de batallas de papel engrudado por conquistar cada palmo legible de pared. El hasta hace unos años mejor alumno de su curso en el Colegio Militar, portaba bajo el brazo libros de teorías harto sospechosas para unas Fuerzas Armadas recién egresadas de los ajetreos golpistas.

No lo vimos, pero se nos antoja pensar en el goce secreto que habrá sentido al saberse forastero y protagonista al mismo tiempo de dos instituciones tan enfrentadas. El riesgo era claro, para unos podía revelarse como un “buzo infiltrado por la represión”, para los otros como una “larva comunista de ideas disociadoras”. El momento le aconsejaba discreción, pero también una gran necesidad de ser fiel a sí mismo, el mejor antídoto para no sentirse un “traidor”.

Cuando lo entrevistamos, el mayor Quintana dirigía la flamante Unidad de Análisis de Políticas de Defensa (UAPDE) y todavía no se ha resignado a ser un militar del montón. Desde su nueva oficina en el barrio de Sopocachi no se cansa de predicar por una integración inteligente entre las Fuerzas Armadas y la Universidad, discurso cuesta arriba si se piensa en la cantidad de deudas históricas acumuladas entre ambas entidades. Pero él porfía y hasta hace poco estuvo tratando de que los estudiantes de la carrera de Historia ingresen a los archivos militares y destilen los sucesos que rodearon a los portadores de charreteras hasta 1950. No lo logró.


De enemigos


Pese a haber sido declarado legítimamente “inhábil” para el servicio militar en 1985, este periodista decide emplear el ataque frontal y temerario para con el Mayor y apunta la pregunta en plena identidad militar: ¿Tienen las Fuerzas Armadas de Bolivia un enemigo que justifique su existencia activa en estos momentos? Juan Ramón lo tiene todo admirablemente claro, se debe a su persistencia en el tema que lo ha convertido en un experto en estos asuntos. Responde que el enemigo de las tropas bolivianas es y ha sido siempre cualquier amenaza a nuestra soberanía territorial y estatal. Aquello es inconmovible.

Lo que ocurre es que durante los años 60 y 70, la influencia hegemónica y doctrinaria de los Estados Unidos sobre América Latina nos endosó un enemigo ajeno, la gélida y distante Unión Soviética. Ahí perdimos la brújula momentáneamente, pues resulta que, en palabras del Mayor, ese enemigo no habitaba nuestra vida interna, era un fantasma del Pentágono. No señor, el peligro por entonces no estaba en los sindicatos mineros o bloqueos campesinos, había y hay adversarios más serios para nuestros tanques y aviones.

Miremos ahora al presente. Si el peligro sigue siendo cualquier atentado contra nuestra soberanía territorial o estatal, ¿acaso se vislumbra una guerra al filo de nuestras vastas fronteras? ¿Nos invadirán algún día las modernas divisiones chilenas o brasileñas? Quizás ya lo hacen con sus productos industriales, pero difícilmente emplearán coches de combate. Vivimos tiempos de integración y cumbres presidenciales.

Juan Ramón está de acuerdo, una amenaza militar de parte de un país vecino no es muy probable en el mediano plazo. “No existe una voluntad de conquista militar de los estados, ya sea por su poderío o por su debilidad”, señala congruente.

Entonces el Mayor dispara sin vacilación sobre el blanco. Si bien una agresión externa no es del todo descartable, es mucho más preocupante la patente debilidad de nuestro Estado, metido en clubes de integración compuestos por titanes de la economía regional. Lo que preocupa ahora desde el punto de vista de la defensa, no es la cantidad de tanques alineados al otro lado de la frontera, sino la multitud de depauperados de este lado de la línea de demarcación. Nuestra pobreza nos hace más vulnerables que la ausencia de cañones, pues al no tener una prosperidad similar a la de nuestros vecinos, el Estado boliviano languidece y acentúa su dependencia.

Y entonces resulta que somos pieza de la Comunidad Andina, también del Mercosur, pero en esos acuerdos dejamos de lado los temas relativos a nuestra seguridad, la capacidad de decidir por nuestra cuenta, de defender nuestros espacios productivos y nuestra viabilidad como nación.

Para el mayor Quintana el nuevo terreno de discusión de las Fuerzas Armadas bolivianas se encuentra ahí, en la plataforma de los procesos de integración regional, en nuestra conexión con el mundo a través de las carreteras que vincularán el océano Atlántico con el Pacífico, en la influencia que ese tránsito de productos tendrá para nuestra débil estructura económica. Ahí se juega nuestra soberanía.


Roles a pensar


La propuesta de Quintana ya anida en su diagnóstico. Si lo que interesa ahora es el potenciamiento económico y social, antes que bélico, del país, entonces las Fuerzas Armadas tienen que ocuparse de robustecer las fronteras, no sólo por ser estar ahí los límites territoriales, sino porque además son las áreas más marginales y relegadas.

No, no se trata de reponer la famosa Acción Cívica, ese cimiento cuestionable del Pacto Militar Campesino, sino de poner los cuarteles al servicio de las comunidades agrarias y los pueblos provinciales. Si en el pasado se repartían tractores y postas sanitarias para inflar caudillos de boina y botas, ahora se trata de ponerle empeño a la participación popular, de respetar las particularidades culturales de los pueblos de Bolivia y de aportar a la creación de riqueza de manera democrática y autosostenida. ¿No será mucho soñar, Mayor? Quintana es consciente de que ese cambio de rol deberá vencer muchas resistencias y recelos en ambas orillas. Él quiere que militares y civiles se encuentren peleando bajo una misma bandera, que después de 15 años de democracia se borre el pasado de los golpes y las insurrecciones bajo el peso de un ideal superior. Sin darnos cuenta hemos aterrizado ante la definición de un enemigo indudable para el ejército: la vulnerabilidad económica del país.

Para que ello marche sin muchas interferencias hay que quitar de en medio a la sombra del narcotráfico. Quintana se explica. Sostiene que el combate contra la producción y tráfico de drogas jamás debe convertirse en la tarea central de las Fuerzas Armadas, ésta debe ser subsidiaria y encomendada a la Policía. En el momento en que los militares se metan a combatir a los narcos, la posibilidad de sellar una alianza por el desarrollo con los civiles se habrá diluido, pues será en el seno de la sociedad donde habrá que atrapar a traficantes o pisacocas. Así las Fuerzas Armadas habrán retornado al papel represivo que las hizo tan impopulares en décadas pasadas. Quintana ve allí el riesgo más dilatado para la aplicación de sus ideas.

Resumimos. Que el ejército sea una pieza vital para construir un porvenir de prosperidad y no de conflictos armados, que militares y civiles diseñen juntos el paisaje que queremos, en la cúpula y en la base más provincial más ínfima y finalmente que las Fuerzas Armadas eduquen a sus efectivos para una ciudadanía plena, tolerante y democrática. ¿Mucho pedir? El mayor Quintana dice que el primer paso para conseguirlo es la reforma del servicio militar, pero ese es tema del texto que sigue.


“Sarnas” de otra estirpe: Un servicio militar productor de ciudadanos


En relación a nuestro servicio militar, su historia y sus estadísticas, el mayor Juan Ramón Quintana es un auténtico erudito. Prepara, junto a un equipo de investigación, un estudio imperdible que pronto aparecerá en librerías.

Le preguntamos primero si en vez de tanto estudiarlo, no habría mejor que hacerlo desaparecer -que se acaben las “chocolateadas”- al fin y al cabo las guerras ya no se hacen con soldados, sino dirigidas desde algo muy parecido a un control de “Nintendo”. Él dice que tales propuestas hechas en el país no son más que una sofisticación intelectual y parece tener razón. Bolivia no es la Francia de Chirac. Entre los segmentos campesinos y suburbanos hay tal devoción por ir al cuartel, que si se acabara la obligación, ellos se encargarían de inventarla. Lo que pasa es que la discriminación racial es tan cruel por estas tierras, que la sola idea de que, incluso a plan de pateaduras, uno podría comenzar a ser ciudadano pleno por ir un año a “servir”, ya es argumento suficiente para sacralizar el deber patriótico. Quintana dice algo más: gente que ha perdido las esperanzas de salir bachiller, aparece de pronto con un fusil moderno en el hombro, una comida decorosa, conduciendo un jeep militar, y adscrito a una comunidad varonil uniformada “a la mala”, pero igualitaria al fin. Aymaras, quechuas y mestizos pobres han hecho del servicio a la Patria un verdadero código de honor. Nuestro Mayor parodia palabras frecuentadas por muchos: “Nosotros hacemos el servicio militar, porque somos valientes, los q’aras (blancos) son maricones, no quieren a su bandera”.

Y ahora el dato curioso. Las milicias del 52 fracasaron porque, a juicio de Quintana, carecían de esos rasgos ilustrados de la modernización, eran una poblada con pocas jerarquías y escasos elementos de prestigio.


Cómo cambiar


Pese a esta veneración social del ser militar mediante el servicio anual en los cuarteles, está claro que los abusos a los conscriptos no son meros gajes del oficio, sino peligrosas perversiones que refuerzan el autoritarismo en nuestra sociedad. El mayor Quintana asiente y advierte que por eso llegó la hora de las reformas.

Él cree que si antes se buscaba forjar buenos soldados, incluso a costa de convertirlos en peores personas, es decir, individuos poco aptos para la tolerancia y el respeto, ahora se trata de invertir la fórmula. Ya no se trata tanto de tener buenos soldados, sino de educar mejores ciudadanos. Así las Fuerzas Armadas no sólo recuperarían su legitimidad perdida ante muchos círculos de la sociedad, sino que se harían parte del proceso de construcción democrática.

Quintana propone varias acciones para llegar a esa meta. Constata con preocupación la manera alarmante en que ha crecido el analfabetismo entre los reclutas. Baste decir que el 70 por ciento de los conscriptos no ha llegado al bachillerato y por eso, a los 18 años, es improbable que vaya a continuar sus estudios. En ese sentido el cuartel es una antesala de ingreso al mundo del trabajo.

De similar manera, en los últimos 18 años la proporción de reclutas de origen campesino ha subido del 60 al 80 por ciento. Las consecuencias de estos datos son graves. Los sargentos y oficiales se enfrentan cada año a una masa de “sarnas” cada vez menos instruida y de magro castellano. Y como el ejército sigue y seguirá siendo una máquina de dar órdenes, los conscriptos comprenden cada vez menos lo que se les instruye desde arriba, la reacción jerárquica es entonces la mano de hierro. La ecuación explicada por Quintana es dramática, a menos educación en los reclutas, más violencia sobre ellos.

Por eso, una buena manera de reducir la violencia en los cuarteles es fortaleciendo las capacidades educativas de las Fuerzas Armadas, pero también enseñando a sargentos y oficiales que no se trata de castellanizar a palos a la gente, educar a los que mandan. Quintana es audaz. Propone que el ejército se nutra de la diversidad cultural, que admita las hermosas lenguas vernaculares, que cultive el orgullo por la identidad genuina y fomente la aceptación de la tez cobriza. Oriundo de Aiquile y orgulloso quechuaparlante, plantea sin rodeos que las Fuerzas Armadas dejen de cumplir tareas coloniales acentuadoras de la discriminación étnica.


Como señoritas


El otro pilar de la reforma será la gradual inclusión de mujeres en el pre militar. En medio de risas, periodista y Mayor coincidimos en llamarle a esto “una Yegua de Troya” dentro del ejército. La idea es que sargentos y oficiales se vean obligados a cambiar de trato primero para con las reclutas y después, ¿por qué no?, para con sus homólogos varones. En medio de un circuito de castigos y vejaciones, se pretende introducir un enclave de respeto y profesionalismo. El temor de Quintana es que el tiro salga por la culata y que empecemos a producir mujeres gobernadas por patrones violentos y machistas. No es casual entonces que el paso esté precedido de tantos estudios y evaluaciones. Venciendo escepticismos, nuestro Mayor confía en que una inyección femenina puede terminar humanizando a la tropa. (RA).

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