Sanjinés y Bollaín
Tras el logro supremo de “La Nación Clandestina” (1989), Jorge Sanjinés estrenó su filme más arriesgado: “Para Recibir el Canto de los Pájaros” (1995). Recuerdo bien a aquella joven camada de periodistas de “La Razón”, criticando con abierto desenfado al maestro de maestros del cine boliviano. El primer dardo le correspondió a Juan Cristóbal MacLean y después de él, varios nos fuimos sumando. Y claro, también hubo quienes defendieron la película con formidables argumentos, Sergio Calero, entre otros. El debate se prolongó por varias semanas en el ya desaparecido suplemento dominical “Ventana”, marcando un momento poco usual, en el que una película termina detonando paradigmas, fobias y sesudos análisis sobre la realidad socio cultural de Bolivia.
Quince años después, la española Iciar Bollaín coloca en la pantalla grande una historia casi idéntica, a la que añade, como maltratado telón de fondo, a la Guerra del Agua, ocurrida cuando el canto de los pájaros fue reemplazado por el tronar de las piedras, alrededor de la plaza 14 de Septiembre de Cochabamba.
Sanjinés nació en 1936, Bollaín en 1967, por lo cual ella bien podría ser su hija. Hasta hace unos años todo los alejaba, hasta que apareció Paul Laverty, el guionista de “También la Lluvia”, esa réplica europea de la película de Sanjinés, dirigida por Bollaín, que se exhibe ahora en Bolivia.
Si su interés por este país fuera un poco más genuino, Laverty estaría ahora confesando ante los periodistas su sorpresa por las similitudes entre ambas historias. No lo hace, porque lo que sí ignora auténticamente es que Bolivia tiene a un Sanjinés en su breve historia cinematográfica. El escritor español Carlos Tena ha sido el primero en emparentar ambos relatos y más que acusar a sus compatriotas de plagio, conjetura sobre la posibilidad de una asombrosa coincidencia.
Plagio o no, asunto que definirán los directos interesados, quizás lo central acá sea la permanencia tozuda de la misma trama, una década y media después. Dos cineastas de latitudes distintas, apuntan con el dedo acusador hacia sus propios cuarteles y toman nota de que el colonialismo empieza por casa. Bajo tales condiciones, expresan su solidaridad con los indígenas rozando la auto-inculpación. Curiosa manera ésta de entender al “otro”, al “desconocido”, desde la introspección. Es como si la cercanía a aquel con quien simpatizamos, solo pudiera emanar de nuestra propia vergüenza o responsabilidad colectiva. Es como si colocándonos en el cadalso, fuéramos capaces de eludir la condena.
Pero si hace 15 años, lamentamos la lógica maniquea de Sanjinés, que no alcanzó a mirar la complejdad del racismo en Bolivia, la perspectiva de Bollaín y Laverty ya es sencillamente neófita: dos mundos resueltamente impenetrables colisionan sin remedio y solo se aproximan cuando uno de los colonizadores decide anteponer su compasión a sus rastreros afanes mercantiles. Desde esta mirada, al mundo indígena solo le queda esperar la conversión moral del opresor. No sé a usted, pero a mí me parece, que al menos en esto, la cultura fílmica cojea rezagada con respecto a la realidad.