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Lincoln: transar sin traicionar


Steven Spielberg nos ha regalado otra joya. Ahí está todavía en nuestros cines; esperando a que pases y veas. Lincoln es un filme apoyado en el guión, antes que en efectos especiales o gran despliegue de extras. Es la película hablada de Spielberg, un director que parece no tentado a repetirse. Sin embargo, como no soy crítico de cine, me decanto aquí por la historia y el barullo espléndido de maniobras que fluye por la pantalla.

Corren los días finales de la Guerra Civil en los Estados Unidos. En medio de enfangadas matanzas, Lincoln ha sido reelegido para un segundo mandato. Le toca rematar la faena, derrotando militarmente a los estados del sur y sellando constitucionalmente la abolición de la esclavitud. Nadie, excepto él, quiere alcanzar ambas metas en simultáneo. Su sagaz secretario de Estado, su esposa o sus mejores aliados sostienen que el cese de fuego es el único fin a conseguir. Aferrado a sus principios, el Presidente navega en medio de un mar de pragmáticos. Y es precisamente por eso que les presenta la liberación de los cuatro millones de esclavos como una medida estrictamente bélica. Los estrategas uniformados en Washington le conceden que si el sur ve erosionados los cimientos de su economía, organizada a base de plantaciones y mano de obra gratuita, perdería su férrea resistencia militar. Del mismo modo, seducidos por la emancipación, es plausible creer que los afroamericanos correrán a calzarse el uniforme azul de los yanquis. La astucia del Presidente consiste entonces en disfrazar sus principios con atuendos prácticos. Quieren vencer, pues rompan las cadenas que cohesionan al enemigo, parecería insinuar.

El plan de los confederados del sur, arrinconados en el campo de batalla, consiste en sufrir la derrota más leve posible. Para ello aceleran gestiones para entregar las armas, mas no a sus esclavos. Pero el Presidente principista lo quiere todo. Por eso afloja premeditadamente las tratativas de paz y acelera la aprobación, por la Cámara de Diputados, de una enmienda que prohíba constitucionalmente la esclavitud. Ay, pero es que le faltan 20 votos para abrazar los dos tercios.

A partir de ahí, Spielberg tensa los nervios de la platea. Lincoln debe ganar en los pasillos del Congreso, lo que ya no puede imponer a cañonazos. Se abre puertas entonces a la lógica paciente de la política, a la amenaza, al truco, al engaño y a la prebenda. Los emisarios del Presidente perforan la bancada adversaria y dejan que los sobornados escojan salarios y contratos. El 31 de enero de 1865 se convoca al voto. La sospecha de que los comisionados de paz enviados por el sur están en la capital amenaza con descalabrar la histórica sesión. El Presidente se ve obligado a aguar la verdad, declarando por escrito que él no sabe con precisión si están o no en camino. En medio de silencios contenidos y gritos irrefrenables, el operativo da sus frutos; la enmienda queda aprobada y la sala estalla en gritos de victoria. La esclavitud ha perdido toda base legal.

La política y la guerra han sido usados, cada uno en su lógica específica, para volver a edificar un país. La lección es clara: la brújula indica el norte, pero no ayuda a atravesar los pantanos que se interponen en el trayecto. La política es lodo y los principios tienen, casi siempre, que chapotear en él.

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