Como decíamos ayer...
La columna del retorno.
Un 26 de noviembre de 2002, hace 8 años exactos, dejé de escribir en “La Razón” por órdenes expresas del director de aquel entonces.
“Medios a ti no te van a faltar”, intentó consolarme Fernando Mayorga. En la vereda del frente, Miguel Urioste, otro compañero de tinta, decidió acoplarse a mi viaje, remachando su despedida de este diario con las siguientes palabras: “A estas alturas ha quedado demostrado que el dueño de este periódico subordinó el poder que le dan sus medios de comunicación a fines ajenos al periodismo, y nos usó a los columnistas de este matutino como tontos útiles”. Días más tarde, en el semanario “Pulso”, Jorge Lazarte desplegaba una sólida defensa de nuestros puntos de vista. Más adelante Carlos Hugo Molina ensayó una lectura conciliadora del impase, que lo llevó a sugerir que se me diera la oportunidad de decir mi verdad. Lo sucesivo fueron palmaditas en la espalda y preparativos navideños.
Sin embargo la contumacia no quiso dar tregua. El entonces director reaccionaba así frente a mis escasos defensores: “Si un columnista no está de acuerdo con las políticas de determinado medio y duda de la idoneidad de quienes son sus propietarios y directivos, lo apropiado es alejarse voluntariamente de ese medio. Pero si no lo hace, el director tiene atribución de suspender la difusión de esa columna”. Ocho años después, este alegato a favor de la autocensura retumba como trueno en cielo sereno.
No, señores y señoras, el criterio apropiado es exactamente el inverso y ya fue esgrimido hace casi 100 años por Rosa Luxemburgo: “La libertad es siempre y exclusivamente libertad para quien piensa de otro modo”. Así es. Nadie puede defender la libertad de expresión cuando la concibe como derecho exclusivo de quienes le son afines en ideas y pareceres. Un medio de comunicación que no publica opiniones discrepantes a su línea editorial es como un régimen político que solo autoriza la participación electoral de ciertos partidos políticos.
Pero volvamos al fondo del asunto. En 2002, el empresario Raúl Garafulic Gutiérrez, ahora fallecido, anunció al país que él era el verdadero propietario del LAB. No sabemos si sus periodistas tuvieron la primicia y no pudieron publicarla, o si creyeron que el comprador era realmente Ernesto Asbún, lo que equivale a decir que fueron engañados por su empleador. Aquel no era entonces un asunto menor. Fue un tiempo en el que la colisión de intereses entre el rubro mediático y aeronáutico chirriaba por todas partes. El propio Garafulic me dijo personalmente, el 29 de noviembre de 2002, que no era saludable que él tuviera injerencia simultánea en canales, diarios y aviones. Llegó a anunciar que muy pronto se desligaría de toda empresa que no fuera periodística y lo hizo. Lo hizo, sin embargo, no porque hubiese querido corregir aquel error, sino porque tiempo después tuvo que declararse en bancarrota.
Conclusión: “de la idoneidad del propietario y de los directivos” de este medio, dudaban ellos mismos en aquel tiempo, y, era la opinión de este columnista y no la de su director, la que coincidía con el decálogo deontológico vigente en ese momento dentro del consorcio, que en su artículo 9 decía que sus medios “debían rehusarse a informar acerca de compañías y negocios en los cuales ellos mismos o los miembros de su familia directa tengan intereses”. Debate cerrado hasta nuevos datos y esta es, Carlos Hugo, mi verdad, por primera vez en este diario, gracias a su recuperado pluralismo.
Vuelvo pues ahora, al mismo sitio, casi como si no hubiese ocurrido nada, casi para decir, “como decíamos ayer”, la frase que hizo célebre a José Luis López Aranguren al recuperar su cátedra en la Universidad Complutense, décadas después del exilio franquista.