Manual para detectar a un tránsfuga
Las listas de candidatos han provocado malestar. Fastidia y hasta ofende que Cristina sea ahora mirista, que Gonzalo Valda haya dado el brinco hasta la UCS o que los hermanos Loza, Remedios y Claudio, ya no concurran en las nóminas de Condepa. Aprenda aquí cómo diferenciar a un tránsfuga de un político que acaba de ver “la luz” de unas nuevas ideas.
Acababan de inscribirse y ya caían bajo fuego graneado. Varios candidatos al parlamento fueron pasados por la guillotina de los medios de comunicación y hubo linchamientos simbólicos a granel. La bofetada principal consistía en tacharlos de tránsfugas (“pasa-pasas”, en lenguaje popular). Resulta que quienes no cabían en la lista de su propio partido, no tardaron en encontrar acomodo en la sigla del frente, y es que el deseo de seguir en el parlamento habría sido la mejor garrocha para saltar cualquier muro ideológico (desde que Banzer se marchó, ¿queda todavía alguno?).
¿Fue justo semejante trato?, ¿pagaron justos por pecadores?, ¿quién merece ser criticado y quién no? Para efectos de simplificación, todas estas preguntas podrían ser licuadas en una sola: ¿qué diablos es un tránsfuga? “Alguien que cambia de partido”, diría un simplista. No le hagamos caso. De ser así, tránsfugas seríamos todos, el pueblo entero, que primero respaldó a Siles Zuazo, años más tarde a Banzer, luego a Goni, luego de nuevo al ex dictador, en fin, una población deprimentemente “pasa-pasa”. No hay tal. Todos los seres humanos cambiamos de partido y eso es magnífico, pues de lo contrario los bolivianos seguiríamos siendo del partido fundado por el general Eliodoro Camacho.
Demos entonces un paso más allá: “Tránsfuga no es un apelativo para pueblos, sólo se aplica a personas, más específicamente a políticos con nombre y apellido”. La definición mejora, pero no remedia nada. Sabemos de gente más o menos respetable que no morirá en el mismo partido con el que nació a la vida pública. Ahí van unos cuantos: Antonio Araníbar (MIR, MBL), Guillermo Bedregal (FSB, MNRH, MNRU, MNR), Juan del Granado (MIR, MBL, MSM) o Guillermo Fortún (MNR, ADN). A ninguno de ellos nos atreveríamos a calificarlo como prototipo del tránsfuga sólo porque en algún instante de su vida escogieron una nueva ruta o remodelaron sus mapas ideológicos. Indignarse con alguien que admite que sus visiones han caducado o decide fundar una nueva organización sería pretender desportillar la libertad individual de usar neuronas propias.
Tercer intento de definición: “Tránsfuga es quien cambia de partido, pero no porque haya mudado ideas, sino porque así conviene a sus bolsillos”. Aunque no lo crea, sigue siendo poco convincente. A un político le ofrecen un puesto en aduanas a fin de que abandone su partido e ingrese a otro y acepta contento, bien, pero ¿cómo sabemos que lo hizo por el vil metal y no porque acaba de estrenar una nueva convicción? Estamos de nuevo en terreno pantanoso. Para detectar transfugio armado de esta tercera definición habría que bucear en la mente de cada acusado para descifrar sus más íntimas intenciones. Ni siquiera nos sirve la prueba de que minutos antes de cambiar de sigla creía en otra cosa. Hay convicciones que brotan en fracciones de segundo, ¡eureka!
Esta vez la cuarta resultó la vencida: “Tránsfuga es quien ya habiendo sido elegido en las nóminas de un partido, se afilia a otro, haciendo mofa de la voluntad ciudadana”. Recuerdo a un ciudadano de apellido Cabrera que, en 1993, a pocas horas de haberse convertido en flamante diputado condepista por Cochabamba, juraba al MNR. Todo un récord para el Guiness de los delitos políticos.
Dicho esto, ni Cristina ni Gonzalo Valda ni los hermanos Remedios y Claudio Loza son tránsfugas. Nos podrán disgustar por muchas cosas, pero de eso no podemos acusarlos. Cambiaron de camiseta en cuestión de minutos, porque a lo mejor aman la vida parlamentaria o quizás les importa un bledo los programas de gobierno; entonces digámosles frívolos, pero tránsfugas no. Pero si a pesar de eso, la gente vota por ellos, pena, penita, pena, porque ya no habrá nada que impida su triunfal carcajada dentro del hemiciclo. A lo mejor se estarían riendo de usted o de mí, pero lo harían de la mano de sus votantes y, en democracia, el que ríe al último siempre deberá ser el elector.