Juego de espías
Todo Estado que se respete, necesita conservar, así sea en última instancia, el monopolio de la violencia legítima. Ello significa que nadie, excepto el Estado, posea la suficiente capacidad de fuego como para poner en duda lo decidido por las autoridades.
Pues resulta que a partir de los atentados contra las torres gemelas en los Estados Unidos, la violencia puede ser propulsada por un grupo chabacano de individuos con la suficiente determinación fanática como para hacer volar trenes o edificios. Bastan un par de consejos prácticos, un impulso suicida y moderada paciencia para no ser descubierto, y el Estado se evidencia entonces impotente y perplejo.
La guerra de guerrillas “en red” ha transformado los términos de la lucha política en el mundo. Los estados ya no combaten a destacamentos uniformados, alzados bajo bandera, sino a tipos agazapados entre los parroquianos, cual aguja en un pajar. Por eso, ser Estado hoy consiste, como antes, en detentar el monopolio de la fuerza, pero también, una gran capacidad panóptica. Dicho de otro modo, no hay Estado que pueda prescindir del espionaje; ya no solo para averiguar lo que otros estados adversarios planifican, sino, más que nada, para echar luz preventiva sobre comandos celulares disueltos entre la población. Los guerreros anti-estatales de hoy son como los hermanos Tsarnaev de Boston o el rubio caballero Breivick de Noruega. Acumulan microscópicamente material explosivo, saludan distraídos a sus vecinos, pasan inadvertidos en las paradas de buses, esperando el instante de gloria que los coloque en las primeras planas de los periódicos.
En ese contexto, los norteamericanos han obligado a las principales empresas de internet como Yahoo o Facebook, a almacenar la mayor cantidad posible de datos sobre las personas comunes y corrientes del mundo. Así, ante la primera alerta, pueden abrir sus folders almacenados en abarcadoras computadoras y reconstruir el perfil de estos potenciales gladiadores domésticos.
El fruto de la puesta en marcha de estos sistemas de espionaje es la erradicación definitiva de la privacidad humana. Si las llamadas redes sociales habían desatado ya una ola de exhibicionismo popular, ahora los estados han aprendido cómo sacarle provecho. Edward Snowden ha contribuido con esa noticia y quedamos sinceramente agradecidos por dejárnosla saber.
Sin embargo, me parece ingenuo pedir que los estados abandonen toda práctica espía una vez que han probado sus rendimientos. Sólo nos queda esperar que el vigilante sea vigilado, es decir, que los fisgones no puedan cometer abusos y que el espionaje se convierta en una actividad permanentemente auditada.
Acá, en Bolivia, el debate apenas gatea. Aún nos resulta inofensivo, por ejemplo, que las autoridades publiquen listas de llamadas telefónicas recibidas o realizadas por sus adversarios políticos. Y sin embargo son esas mismas autoridades las que le han abierto las puertas del país al joven Snowden. Ojalá no sea para que los asesore en las prácticas de las que él ya se ha arrepentido oportunamente.