Un Informe con huecos
Por definición, todo Estado es poroso. Sin embargo tal idea circula hoy con aires de revelación. Quizás el dilema del Estado boliviano resida más bien en que su debilidad solo es equiparable a la de su propia sociedad fracturada, que lo socava, pero también lo sostiene. Queda entonces mucho por debatir.
El Informe de Desarrollo Humano 2007, publicado en agosto reciente por el PNUD, contiene promesas de alto calibre. En el preámbulo de este estudio, el que más publicidad ha contratado desde que en 1998 apareciera el primer libro de esta saga; se critica a todos los polemistas previos, haciéndoles notar que han auscultado al Estado a partir de meros ideales. En otras palabras, antes del Informe 2007, el país académico se habría limitado a ver sólo lo que el Estado debería ser, y no lo que es o hace en la práctica.
Por eso, el equipo de investigadores del PNUD se impuso una inmersión en la realidad fáctica, condimentando la travesía con un “vocabulario propio”, made in Bolivia. Y no es poco lo que destrona en unas cuantas frases. Ya en la introducción, barre de un plumazo con liberales, weberianos, institucionalistas, marxistas y post coloniales. Promete pues una aproximación inédita y anuncia la hora de que el Estado boliviano sea entendido desde sus destrezas específicas, es decir, a partir de sus singularidades históricas. ¿Qué tal? Ante semejante oferta, no hay lector que se resista: caramba, un parte-aguas de 553 páginas...
Lo que el Estado no es
Dice el Informe que el Estado ha sido visto hasta aquí de dos erradas maneras: como Estado total o bien, como Estado fallido. Puros mitos, pues no vendría a ser ni lo uno ni lo otro. Los que creen que es capacidad plena, apuestan a darle cristiana sepultura, por ser colonial, opresor y dominante. Los segundos lo miran como enclenque e inepto, un cascarón vacío y por ende, digno de una revitalización profunda (ya Goni se quejaba de que Bolivia iba camino a ser “el Afganistán de Los Andes”). Hasta aquí, las miradas fantasiosas, pero, ¿cuál es el Estado realmente existente en el país? El Informe asegura tener la respuesta.
El nuestro sería un Estado negociador (“pactante”, lo llamó primero Rossana Barragán), asentado en diversas alianzas sociales, es decir, un aparato incompleto, dependiente, agujereado; ni totalmente fallido, ni absolutamente presente; algo similar a un barco sometido a la furia de las olas, pero, ojo, muy difícil de hundir gracias a su adaptación a entornos hostiles. Sin embargo, nada de ello nos debería alarmar, porque “los huecos está llenos”, dicen; sí, llenos de prácticas sociales que succionan el vacío y lo convierten en músculo, fibra, acto público y función afirmativa. La santa Sociedad acude heroica a paliar la esmirriada anatomía del Estado, menos mal, algo es algo...
Es verdad que este marco de análisis tan “aterrizado” se antoja seductor. Caramba, al fin una mirada, que no usa anteojeras ni se presta herramientas ajenas. El boliviano sería un Estado que no es ni fuerte ni débil, cabalga sobre redes sociales y así logra transformarse en legítimo o acabar atorado, dependiendo de las coaliciones que suscriba, es decir, del relleno que consiga para disimular sus “huecos”. Pero ojo, en los hechos la definición no constituye novedad alguna. Hace décadas que los antojos de un Estado total fueron desahuciados por la vida, y más aún hoy, en épocas de expansión de la individualidad al calor del Internet y la globalización. Los viejos estados fisgones y metiches de Europa del Este yacen en los escombros de nuestra memoria como una muestra elocuente de que no hay Estado sin grietas.
Muéstrame un hueco y…
A partir de aquí, las ironías surtidas en este texto podrían comenzar a percudirse, porque al Informe le tocaría cumplir con su promesa. Es triste, pero eso no sucede. En tres preciosos capítulos (historia, etnografía y sociología del Estado), que son, a todas luces, lo más jugoso del libro; no existe una sola evidencia de que el Estado boliviano esté penetrado por estructuras sociales. Y ojo que ahí se concentra la investigación sobre el funcionamiento del Estado boliviano.
En este Informe, cuya tesis central gira alrededor del “Estado con huecos”, no se verifica la existencia de ninguno, y mucho menos uno que estuviera “lleno”, así sea con papel crepé. Incluso en el capítulo donde se persiguen las huellas de la reforma educativa, una medida estatal que incumbe a un sector hiper-organizado del país como el magisterio, lo lógico a imaginar es que partiendo de la noción de “Estado con huecos”, los autores tuvieron que haberse preocupado por averiguar si los sindicatos de maestros fueron capaces de completar los “vacíos” estatales en la aplicación de tal política pública. No pasó nada similar o parecido. Lo encontrado es un sindicalismo que resiste y una cooperación internacional que gradualmente se va abriendo espacio hasta controlar variadas decisiones. Más adelante, se cuenta la historia una entidad pública, la Dirección de Educación Bilingüe, copada por un núcleo de dirigentes indígenas, quienes lejos de “llenar” el hueco, hacen rodar las estructuras estatales al servicio de sus organizaciones sociales. En otras palabras, una práctica que lejos de llenar la fisura, la amplía.
Así, lo único que prueba el Informe es que el Estado boliviano es débil y que su legitimidad transitoria depende de que establezca eficaces alianzas con las regiones y los grupos sociales (lo cual se observa, por ejemplo, en el análisis de los presupuestos). No se describe un solo “hueco lleno”, solo espacios mermados o menoscabados, como corresponde al concepto de agujero en el sentido más chabacano. Y claro, como la evidencia empírica flaquea para respaldar el concepto “estrella”, parece llegar al rescate una encuesta de opinión en la que se hace notar que los bolivianos queremos un Estado compartido, que se haga obedecer sin mucha violencia y que controle las riquezas naturales del territorio. Vaya, vaya; el Estado imaginado es uno como cualquier otro: corajudo, abarcador y querido, o sea, un aparato carente de fisuras.
Y entonces, ¿cuál es el saldo favorable de tanta página? Urge reescribir las conclusiones. Sí, el Estado boliviano existe a partir de alianzas y pactos diversos, impone muy poco y suplica en abundancia, controla parcelas cada vez más amplias del territorio (sobre todo las ciudades) y se desvive por congraciarse con sus súbditos, que le ruegan por su carnet de identidad, pero le imponen, amotinados, su capacidad de co-gestión cuando la fuerza social se los permite. No tenemos un Estado débil y una sociedad fuerte, tenemos, a lo sumo, un Estado, que aunque magro en sus capacidades, es referente imprescindible de legitimidad para una sociedad díscola, fracturada y enfrentada consigo misma. Como se prueba en el Informe, cada núcleo social organizado implora por reconocimiento estatal y solo cuando lo arranca, siente que vale para destronar a sus competidores. En el país, las fronteras entre Estado y sociedad son endebles y es por ello que aquella máxima de que el primero debe reflejar el dinamismo de la segunda, no pasa de ser un absurdo sin fundamento. No es la sociedad la que nos evita caer en el Estado fallido; es el Estado esmirriado el que convalida los embates de una fracción de la sociedad contra las otras; estableciendo precarios equilibrios, generalmente conservadores.
Refutar a quienes predican contra el Estado total y a quienes lamentan la evaporación de las estructuras institucionales tiene hasta ahora un valor anecdótico. Lo que adquiere sentido en estos días convulsos es resolver, más que celebrar, la intolerable porosidad del Estado boliviano. Urge pues la cohesión frente a la autocomplacencia zalamera con el estallido reivindicatorio de tanta republiqueta. A lo mejor al siguiente Informe le tocará pensar en serio las maneras de aminorar tanta grieta.