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Tocando fondo


Rafael Archondo


En algún momento, antes de que comenzara el llamado “proceso de cambio”, se tomó la decisión en Bolivia, de que el 5% de los ingresos por la recaudación del Impuesto Directo a los Hidrocarburos (IDH), debía ser destinado a los pueblos indígenas. Aún no entiendo por qué los beneficiarios no armaron un reverendo lío al saberlo. Pudieron haber dicho, por ejemplo, que si, por entonces, el Censo había certificado que la mayoría de los bolivianos somos indígenas, no les correspondía el 5, sino cuando menos el 62% de lo acumulado. Pero con ese cinco se quedaron y hasta ahora no parece haber motivo para el reclamo.

Y claro, grave tuvo que ser el dilema de ese entonces. ¿Cómo repartir el dinero? Al fin y al cabo en el país hay 36 pueblos indígenas, según la clasificación constitucionalizada más tarde. Pues no parece haber surgido mejor idea que convocar a las direcciones sindicales y étnicas, a las confederaciones, al consejo de ayllus, y también a los hermanos de tierras bajas para que conformen un directorio y orienten el rumbo de tantos billetes. No era la primera vez que asignaban montos, pero quizás es la cantidad más grande de la que hayan dispuesto en la vida. Nacía así el Fondo Indígena y con él, otra decisión insólita, ponerlo a cargo del Ministerio de Desarrollo Rural. ¿Y los indígenas urbanos?, ¿ya dejaron de ser aymaras o quechuas?

Recuerdo una larga discusión en el seno del mundo sindical acerca de los modos en los que los líderes obreros o gremiales podrían conseguir financiamiento para su sustento propio, pero también para encaminar las acciones colectivas de protesta o de proposición. Algunos, hoy, descuentan una cuota a sus afiliados, muchas veces pulsando teclas en la planilla. Otros cabildean ante las entidades no gubernamentales, ávidas de ganar influencia en los países donde colocan los puntos de su agenda internacional. Se discutía en torno a las maneras de consolidar una independencia sindical que permitiera determinar medidas en libertad, atendiendo los intereses del sector, y sin necesitar de rendir pleitesía a los financiadores. Y claro, el sector de trabajadores con menos chances para reunir sus propios ingresos era siempre el campesino. Tras 36 años de existencia de la Confederación del agro (la CSUTCB), nadie ha inventado hasta ahora un posible modo de auto-financiamiento. No importa que algunos cientos de campesinos se hayan enriquecido cosechando quinua o soya; el caso es que los dirigentes deben buscar amparo fuera del solar agrícola.

Por lo anotado, colocar montos de varios ceros en manos de las organizaciones sindicales de tierras altas o bajas es un riesgo inminente. Resulta lógico suponer que al tratarse de instituciones incapaces de recaudar para solventarse, tenderán a canalizar cada peso hacia su maquinaria de sobrevivencia sindical. Pon a un dirigente a gastar y solo pensará en computadoras y talleres. ¿Control social?, imposible. El fin primario de toda burocracia es entornillarse en su escritorio y para ello, hará lo que su instinto le aconseja: sobornar para poner a raya a sus potenciales denostadores. Es hora de cerrar ese Fondo.

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