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Siempre fuimos chavistas


Así es, los latinoamericanos somos chavistas desde al menos un 20 de junio de 1971. Chavistas no tanto por un Comandante boina roja de labia prodigiosa y porte caribeño, sino también y sobre todo, por el pecoso Chavo del Ocho.

Sí, aunque genere remilgos, lo digo: Roberto Gómez Bolaños es autor de una parte sustancial de nuestra identidad continental. Somos, desde chiquillos, miembros de una sola Vecindad; de un conventillo, que condensa en un solo patio toda la complejidad social de la que aún seguimos siendo portadores. Esto último me da pie para augurar, que aunque Chespirito ha muerto hace diez días, seguiremos siendo chavistas, así sea bajo nuevas chiripiolcas.

Cuando en el monumental estadio azteca, un coro infantil de chapulines colorados acompañaba cantando el ataúd del taciturno comediante, algunos críticos que nunca lo estudiaron con esmero, se esforzaron por escupir en su féretro. Fue acusado de conservador y ultra católico, de predicador anti aborto y de amiguete del poder. Pues se quedaron con la cáscara. Los artistas no pueden ser reducidos al examen banal de sus opiniones políticas, y menos de sus convenientes e interesados pasos coyunturales. Cuando los artistas son exitosos, es porque han timbrado las cuerdas del alma colectiva, y porque, aún sin proponérselo y ni siquiera saberlo, han hallado las claves desde las cuales nos identificamos e imaginamos ser una comunidad. Chespirito anduvo por esos sofisticados caminos.

Algunos de sus detractores hubiesen preferido que el Chavo volcara su barril-vivienda en postura amenazante de barricada, y convocara a la Chilindrina y a Don Ramón a ocupar por la fuerza el mejor dotado departamento de Doña Florinda, la intolerante clasista de ruleros. Hubiesen recomendado que el señor Barriga fuera expropiado de sus variados inmuebles para que dejara de cobrar la renta a quien no puede pagarla. Hubiesen prescrito la conversión de la Vecindad en vivienda de interés social, en la cual los servicios fueran declarados libres de pago y los juguetes fueran repartidos según la urgencia del juego, y no el grosor de la billetera. En resumen, habrían decretado el fin de las jerarquías y la llegada de la nivelación como premio por la denodada lucha social.

Pues resulta que a Gómez Bolaños sencillamente no se le podía pedir ser cultor del llamado “realismo socialista”. Como todos los seres humanos, fue hijo de su época, y bajo esas circunstancias, no elegidas por él, desarrolló el ingenio que le era autorizado por su mente y sus posibilidades. No nació en Petrogrado ni en Llallagua, sino en el México de una Revolución institucionalizada; y aunque estudió a medias para ingeniero, lo suyo era pasearse por Tangamandapio (Michoacán) aguzando el oído para sistematizar el habla popular. E hizo así un retrato esquemático de las clases sociales bajo la penosa, pero también festiva obligación de convivir bajo el mismo techo. Es el “realismo nacionalista”, al cual le seguimos rindiendo culto pese a todos sus tropiezos. Sí pues: el “humor blanco” es cemento, no grieta; es pacto de convivencia, no material corrosivo. Paz en el panteón de este pequeño gran latinoamericano.

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