Ser libre en medio del ruido
Las condiciones de realización de la libertad de expresión han cambiado radicalmente en este siglo, el que podríamos bautizar como el del “bullicio digital”. Ya nada es como era en la fase que nos tocó vivir dentro del extinto siglo XX. Internet es el embrión de maneras impensadas de relacionarse entre seres humanos. En tal sentido, la libertad de pensamiento y difusión de ideas, debatida bajo condiciones modernas, necesita ser redefinida sustancialmente. De eso intentaremos hacernos cargo acá.
Dos aspectos de nuestra vida comunicacional han cambiado a fondo: el espacio-tiempo y las correlaciones de poder.
En el caso del primero, no cabe duda de que hoy no importa dónde estemos o a qué hora digitemos el teclado. Las distancias y las discrepancias horarias se han desvanecido en el mundo de las comunicaciones digitales. Nada de lo que se dice en internet tropieza con barreras de circulación; los puntos de emisión están en cualquier lugar del globo y todos tienen el mismo predicamento. Este hecho permite ahora mismo que miles de personas interactúen y colaboren mentalmente sin restricciones significativas. Según el ex vicepresidente de Estados Unidos, Al Gore, el derrumbe de diques que antes contenían el conocimiento, es una de las grandes transformaciones globales de la actualidad.
El segundo ingrediente transformador es que el poder operativo ha sido distribuido de otro modo. Nada de lo precedente se le parece. Hoy todo individuo con un celular en la mano y una conexión a internet, tiene tanto poder como cualquier emisor corporativo. El monopolio de los medios de comunicación languidece. Su voz es tan audible como la de cualquier persona diligente. Internet ha otorgado las herramientas de la emisión de mensajes a millones de nuevos activistas; una democratización sin precedentes.
¿Cómo no admitir entonces que las libertades que tanto defendemos han cambiado de escenario? Es que ya no transitan sobre el mismo terreno. Cuando la libertad de pensar y decir ha dejado de depender de las empresas y se ha transformado en un hábito proliferante, no se puede pensar igual que antes.
Si todo individuo tiene hoy la capacidad de publicar lo que vio y lo que piensa, ¿ha perdido arraigo la posibilidad de una dictadura? Si nada puede ser censurado por los estados, ¿han perdido vigencia las fronteras y las mordazas legales? En otras palabras, ¿es la democracia digital la forma más avanzada de la Polis global?
Creo que estamos lejos de cantar victoria. Hay avances, pero ninguno puede liberarse de los rezagos. De hecho, la teoría nos enseña que toda ventaja en un medio tecnológico trae consigo una contracara que le es inherente. Así, la radio es simultánea, pero por ello mismo, fugaz. Así, la prensa es un documento fijo, pero por ello mismo, incapaz de ser actualizada en tiempo real.
Las dos contracaras de internet son tan relevantes como sus aportes innovadores. Dado que todos pueden hablar, ya nadie es capaz de escuchar. ¿Nadie? No es tan evidente: los únicos capaces de hacerlo son los servicios de inteligencia de cada Estado en condiciones técnicas y económicas de almacenar el inmenso flujo. Internet ha parido poderes orwelianos, descomunales espías de cuanta expresión pulula entre pantalla y pantalla. Sí, es cierto, se acabó el monopolio de unos cuantos, pero a cambio, dado que todo se publica, se ha puesto fin a la privacidad. El precio a pagar por la difusión masiva de todo es la vigilancia exhaustiva de cada idea y cada autor.
La segunda dificultad para la anhelada democracia digital tiene que ver con su propio desempeño. Ante el hecho de que todos pueden publicar, entonces nadie lo hace con efectividad. Cada voz neutraliza a las otras y así, la competencia entre los admitidos en el debate, termina silenciándolos. Internet es el pluralismo exacerbado, la bulla, el murmullo sin sentido, el desborde y el sinsentido.
Dos ventajas, dos contracaras: un empate pleno. El orden no está en duda, y como suele pasar, utiliza las herramientas que pueden ser y son esgrimidas en su contra, en su provecho. Tolera la diversidad de opiniones, porque calibra y festeja su impotencia. Consiente el descontrol, porque se torna en tumulto desorganizado y encima, recolecta las voces desbordadas para montar una atalaya de supervisión panóptica.
Frenado de ese modo drástico aquel optimismo inicial, procedamos a redefinir las condiciones en las que se desenvuelve la lucha por la libertad de expresión en tiempos digitales. Si antes lo prioritario era eludir la censura, hoy esta meta resulta irrelevante. Lo que cuenta en la actualidad es la posibilidad de ser escuchado en medio de tanto ruido. El imperativo de la época es construir sentidos comunes bajo una lluvia de ideas y consignas en concurrencia simultánea.
El segundo cuadrilátero es la disputa por la privacidad. Solo una sociedad civil auto-convocada, que aprecie el valor de su distancia del poder estatal, será capaz de poner límites a la vigilancia. Y es que la libertad no necesita de centinelas.