Recordando al imperio Garafulic
Ha pasado una década y unos cuantos días del hundimiento, por desatinos propios, del llamado “imperio Garafulic”. Tantas lunas han alumbrado desde entonces que mucha gente lo ha olvidado; otra, dado el cariño que le profesaba, ha optado por fingir cautelosa amnesia. Los hay, y varios, que buscan recordar con detalle forense, como queriendo oxigenar un enemigo, cuya legitimidad pueden desportillar a discreción cuando resulte políticamente oportuno. Ahora que el tema reflota al compás de las diatribas contra el periódico “Página 7”, quizás sea útil, simplemente, entender.
A diferencia de sus competidores, Raúl Garafulic Gutiérrez edificó su imperio mediático echando mano de una coyuntura política favorable. Bendecido por la suerte, tejió excelentes y, sobre todo, tempranas relaciones personales con el general Banzer, a quien ayudaría a ganar sus primeras elecciones en 1985. Dentro de la división natural del trabajo, Don Raúl se situó en el estratégico lugar de consejero y operador mediático. Nunca puso mucho dinero sobre la mesa, pero prometió y, a veces, entregó algo tan o más decisivo: públicos. Llegó en el momento oportuno aportando lo que más se necesitaba. La derecha boliviana había entendido la centralidad del hecho electoral y Garafulic le llevaba cámaras y reflectores. A cambio recibiría todas las ventajas que conlleva contar con el número directo de Palacio de Gobierno.
Su segundo momento de gloria vendría con la Capitalización. Mientras algunos de sus compañeros de ideas se esforzaban por hallar diferencias entre su proyecto y el del MNR, Garafulic decidió montarse al carro. Parecía haber llegado el tiempo de su expansión monetaria, del ensanchamiento de su rol de relacionista público del empresariado en el poder. Para dar el salto, arriesgó mucho, se alió con la banca española, golpeó con titulares llamativos a los administradores brasileños del LAB y finalmente coronó la captura de la aerolínea usando a un prestanombres como Ernesto Asbún. En paralelo, soñó con ser un tiburón de los medios, devorando la mayor cantidad posible de emblemas y marcas.
Hasta ese momento solo dos comunicadores se habían interpuesto en su camino, dos hombres la mar de diferentes: Carlos Palenque y Jorge Canelas. El primero había resistido el embate de la red ATB usando recursos artesanales y emotivos, mientras el segundo navegaba instintivamente a contracorriente fundando diarios y semanarios, apegado al oficio y desafiando la lógica de los negocios.
La mala hora de Garafulic no vendría por tanto de la mano de sus ocasionales competidores, sino de sus propios aliados. El mal gobierno de Banzer, al que protegió en inicio, y el empuje de la plebe, hastiada ya de la mediocridad y falta de pudor de quienes la gobernaban, fueron presionando para que el Imperio Garafulic le retirara el blindaje al sistema y dejara fluir el desprestigio. Lo demás fue obra del encono interno, de la bulla que siempre se desata cuando el castillo está a punto de ver vencidas sus murallas. Hoy, los herederos de Garafulic viven una coyuntura adversa, están lejos de sus momentos de gloria. Quienes los atacan por tener un diario, usan argumentos deleznables y se nutren de los datos envejecidos de una década atrás.