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Patriarcas armados


Rafael Archondo


Leo con deleite la vida de la argentina alemana Haydé Tamara Bunke Bider, escrita por Gustavo Rodríguez, actual embajador de Bolivia en Lima. El libro se titula: “Tamara, Laura, Tania” y promete revelar desde su portada, “un misterio en la guerrilla del Che”.


El autor juega con dos hipótesis para disolver su mayor acertijo. La primera consiste en pensar en que quien conocemos como Tania, la guerrillera, fue una guevarista fusil en mano, que murió heroicamente en una emboscada fluvial el 31 de agosto de 1967. La segunda es que en realidad fue una agente infiltrada de los soviéticos, programada para estropearlo todo y precipitar la derrota militar del Che y su ideología a bordo. Revolución o traición son las pautas de lectura de una existencia femenina fulminada por el cruento duelo entre dos bloques imperiales en el mundo.


Rodríguez recompone las cosas provisto de evidencias y nos retrata lo inesperado: ni agente ni combatiente, Tania fue, en sentido estricto, un juguete de la fatalidad, y quizás de las circunstancias adversas bajo las que fue encarada la aventura final del Che. La Bunke, que en los círculos sociales paceños fue saludada como Laura Gutiérrez Bauer, y en las estribaciones de Ñancahuazú, actuó con el sobrenombre de Tania, jamás apretó el gatillo contra el enemigo. De guerrillera, solo el nombre.


Aunque fue comisionada por Cuba para tejer una red de apoyo urbano desde La Paz, Tania optó por ingresar de forma inconsulta al campamento guerrillero, de donde ya no pudo salir por el inicio prematuro de los combates. El libro narra que cuando sus camaradas disparaban, ella quedaba a cargo de las mochilas y los pertrechos. La división del trabajo, forjada por el patriarcado hace siglos, se mantuvo férrea en el universo guerrillero del momento. En su morral lastrado por el agua del río que arrastró su cadáver, solo se encontró una pistola, casi un arma de tocador para la única dama de la columna.


La reclusión involuntaria de Tania en la guerrilla del Che, pero sobre todo en el destacamento de retaguardia, liderado por Joaquín, ayudó, entre otras cosas, a que el ejército aísle por completo a los combatientes. Dos años de trabajo urbano se escurrieron de las manos casi sin dejar huella. La guerrilla terminó aislada en un territorio hostil donde cada campesino era un informante potencial de las autoridades.


Sin embargo, los errores de Tania no fueron lo catastróficos que se pensaba. Rodríguez prueba que el jeep dejado por ella en Camiri no fue pieza clave en el revelamiento de las identidades guerrilleras, y que en realidad, todo empezó a desmoronarse de la mano de los primeros desertores.


El balance final exculpa a Tania de muchos yerros, pero sobre todo, permite descartar la idea de que haya estado al servicio de Moscú, empeñado en la coexistencia pacífica con las potencias occidentales y aterrado por la virulencia de los operadores cubanos en África, Asia y América Latina.


Otra de las leyendas que se desploma es la de la supuesta relación amorosa con el Che. La historia del romance habría sido fabricada por la burocracia socialista alemana para justificar el devaneo foquista de su compatriota. Tania se habría unido a los insurgentes persuadida por su corazón, y no por sus ideas, lo cual les permite perdonarla. Pero no fue así. Tania se enamoró del cubano Ulises Estrada, con quien esperaba formar familia desde el tiempo en que compartieron rifles de entrenamiento. Queda la imagen fehaciente entonces: la de la mujer sin más arma que la convicción en la vía elegida.

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