La cabellera de Rubén
Creo que el Rubén ni siquiera se despeina”, me dijo con sonrisa soterrada Amanda Dávila, hace 17 años. Venía a convencerme de que participara del lanzamiento de un nuevo periódico: La Prensa. Nos acompañamos varias cuadras, devaneando en torno a la idea. Por entonces conocía muy poco a Rubén Vargas, pero ya ahí me atrajo ese atributo de peinado fijo. Amanda fue lo suficientemente persuasiva. Renuncié, como tantas veces, a un sepulcro de escritorio para sumergirme en otra peripecia de las teclas. Concurrimos yo, de furgón de cola, y algunos indispensables: Gustavo Guzmán, Víctor Orduna, Osvaldo Calle, Jorge Canelas, Mario Frías, la propia Amanda y el, en apariencia equidistante, Rubén Vargas.
Aquel 1998 vivimos en invariable turbulencia. El nuevo diario emergía con bríos, acicalado por plurales liderazgos e ímpetus inaugurales. Mientras la competencia enmudecía ante la seguidilla de yerros banzeristas, La Prensa desentonaba con fiereza. Rubén estaba allí, intacto, sereno, maduro, tal y como me lo había descrito Amanda. En su velorio, constatamos con Gustavo Guzmán que nuestro melenudo compañero empezó a “despeinarse” desde el aciago momento en que tuvo a mal mezclarse con nosotros. Ocurrió en él una galvanización misteriosa; un instante de gravitación hacia un campo ajeno, pero seductor. Lo suyo eran los poemas, la música, el México de Octavio Paz, la prosa señera. Lo nuestro, la calle, la política, el Palacio y el adoquín de cualquier bloqueo. En cada reunión intentábamos vanamente que el talento literario de Vargas coronara algún punzante artículo de coyuntura. Nos haría caso mucho tiempo después, con nosotros ya convertidos en sus devotos lectores.
Solo seis meses después del despegue fuimos separados de la redacción. La maquinaria periodística, inclinada a la denuncia y la investigación, resultó intolerable para la plaza Murillo. La extirpación de toda la planta ejecutiva del periódico dio lugar al semanario Pulso. Rubén había empezado a despeinarse. Lo volví a encontrar ahí, controlado, seguro y persuadido, pero siempre sin grandes aspavientos, de que el sistema mediático nos había vuelto a arrinconar y que desde ese recoveco tocaba seguir batiendo espadas.
Quisieron las circunstancias que el núcleo duro de aquel periodismo nuevo se dislocara en variadas ramificaciones. Pulso marcó las pautas y expiró. El escenario se vaciaba y la mayoría de nosotros ya había optado por migrar a los ingratos meandros estatales. Y es ahí cuando, para sorpresa nuestra, el que consideramos brisa ligera se tornó huracán de aire tibio. Desde su trinchera de papel en La Razón, Rubén Vargas tomó el relevo y cargó con pólvora letal cada párrafo de crítica al poder autosatisfecho.
En su columna de despedida, el 12 de mayo de 2012, tres años y nueve días antes de su partida, nos hizo una advertencia: “Esos avatares tendrán sin duda otros observadores más entendidos y autorizados”. Fregado el legado. Ni más entendidos ni más autorizados que Rubén, pero que no quepa duda que su silencio repentino dará paso obligado a que gente como su hijo Julián le siga “metiendo”, como hasta ayer.