El retorno de Saddam
Ha quedado trágicamente demostrado. Un grupo de ocho personas puede asesinar en cuatro horas a más de cien, sobre todo si ha gozado de un minucioso entrenamiento militar, acumulado suficientes pertrechos y cultivado una peculiar determinación suicida. En París, el Estado Islámico probó su capacidad para transformarse en noticia global y clavar su marca en el firmamento mental de millones de personas.
El mundo árabe y no precisamente el musulmán, al que pertenecen millones, entre otros, de indonesios o nigerianos, necesitaba un sello unificador, y ese papel, lo sabemos, se conquista con sangre propia o ajena. No es un grupo terrorista. Lo menos que podemos llamarle ahora es milicia o ejército en toda la regla, con falanges incrustadas en 17 países, desde las Filipinas hasta el Líbano. En el noroeste de Siria y el oeste de Irak, controla un territorio equivalente a la superficie agregada de Holanda y Bélgica. Sobre la zona se programan bombardeos occidentales desde hace casi un año, con resultados variables y donde solo los kurdos combaten seriamente en medio de polvorientos senderos. Tras el papelón de Bush en 2003, nadie quiere ver botas europeas o norteamericanas sobre ese desierto.
El Estado islámico es el espectacular regreso de Saddam Hussein a la escena planetaria. Está formado por sus seguidores, soldados sunitas del partido Baaz, en amalgama letal con los clérigos radicales que en su momento formaron la sucursal de Al Qaeda en Irak. Los soldados norteamericanos arrinconaron con su llegada a la minoría suní a la que pertenecía Saddam y al convocar a elecciones, entregaron Bagdad a los chiíes, cercanos a Irán y al régimen sirio de Bashar Al- Assad. De ese modo, catalizaron la unidad de suníes desde ambos lados de la frontera. La idea de un califato que fusione ambos países, que ya fueron uno durante los seis siglos otomanos, no suena así tan descabellada.
Este caos reciente nos ha enseñado muchas cosas. La principal es que, a diferencia de cuando el comunismo soviético era el “demonio”, ni Estados Unidos ni Europa tienen hoy una estrategia frente a este enemigo nuevo con raíces atávicas. En la Casa Blanca se sabe bien qué es lo que no debe hacerse, pero muy poco, sobre acciones concretas que remedien los males desatados. No pisar territorio ajeno es la sabia consigna de Obama, pero como quedó demostrado en Libia, bombardeos distantes no garantizan transición alguna hacia un nuevo orden. Lo que llamamos Occidente carece de aliados locales en la zona. Y es que la “Primavera árabe” no alcanzó a arrojar flores.
A la perplejidad occidental, se suma el ardor del “partisano” árabe. Como ya teorizara Carl Schmitt, los místicos son demoledores cuando pulsan el gatillo. No matan por resignación laboral, lo hacen abrazando una causa que consideran irrenunciable. El rugir de la tecnología militar no aplacará el bramido que brota de la lectura politizada del Corán entre los jóvenes con esquivo futuro formal.
¿Qué se avizora en el horizonte? Una guerra sin fin. Cuando el fuerte no sabe cómo emplear su cuantioso poder y el débil eleva sus ambiciones hasta imaginar un solo Estado para todo árabe musulmán, lo que se avecina es una lucha de desgaste que no conoce metas cercanas.
La idea de Obama fue y es la contención y la espera. Nadie hasta ahora pudo refutarla. Entre tanto, Saddam Hussein está de regreso poniendo en claro cuán errado estaba Bush en su delirio militarista.