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El Mandela olvidado


Hubo un tiempo remoto en el que Nelson Mandela era lo contrario de lo que es hoy. En 1962 descendió de un avión bimotor en Etiopía para matricularse a un curso acelerado de adiestramiento militar. Fueron dos meses de disparos, cuando debieron ser seis. Y es que tuvo que regresar a Sudáfrica inesperadamente. Corrían los preparativos de una guerra sangrienta contra la segregación racial y los líderes de la resistencia civil habían decidido convertirse en portaestandartes de la lucha armada. Mandela regresó a esas violentas ciudades para afilar la llamada “Lanza de la Nación”, la fracción insurrecta del Congreso Nacional Africano (CNA). En los planes figuraban aguijonazos letales contra la infraestructura económica, contra esa prosperidad blanca, que le negaba derechos elementales a la mayoría negra.

El futuro presidente parece haber sido un muy mal guerrillero. La inteligencia estatal detectó rápidamente sus pasos y lo entregó indefenso ante los jueces. De manera que Mandela debutó como político en los tribunales y no en la colocación de explosivos, como soñaba en inicio.

Como sucede con toda élite que se sabe funestamente minoritaria, la de Sudáfrica, compuesta por inmigrantes holandeses y británicos, edificó un aparato represivo implacable. Mandela fue encerrado en una isla en los primeros 20 años de su cadena perpetua, férreamente incomunicado por geografía y custodia física. Pero “Madiba”, como se lo conoce en son de cariño, no fue el clásico preso político que conocemos. Poco a poco, la convivencia diaria con sus carceleros blancos lo fue transformando en otra persona. Ya era para entonces una sombra opaca de su pasado. El movimiento en el que militaba, dormía reducido a una pila modesta de recortes de periódico. Toda esperanza en un cambio se había esfumado en medio de los rigores de la Guerra Fría y el despegue económico de Sudáfrica.

Cuando la nueva generación de luchadores, los que organizaron el alzamiento en Soweto en 1976, fueron a parar a las mismas mazmorras, se sorprendieron al encontrar que aquel viejo prisionero aún tenía algo que decir. Mandela ya no era más el “subversivo” de décadas pasadas. Se había hecho amigo de los guardias, había aprendido a hablar afrikaans (el idioma de los colonizadores), y predicaba el advenimiento de una Sudáfrica multirracial e incluyente.

Una vez liberado, Mandela ascendió a la Presidencia y permaneció allí lo suficiente como para encauzar un esquema de reconciliación nacional. Se llama Ubuntu, y muchos de sus fans ni lo han oído nombrar. Consistió en escenificar sendas confesiones públicas de los cuantiosos violadores de los derechos humanos durante la lucha contra el apartheid. Una vez que los criminales narraban sus atropellos ante la atenta escucha de sus víctimas, un comité decidía si les concedía una amnistía o se las negaba. Casi 850 perpetradores de actos inhumanos fueron perdonados bajo la idea que Ubuntu es justicia restaurativa, claramente opuesta a la venganza. Me pregunto si los que santifican a Mandela hoy que lo saben enfermo, aplicarían el Ubuntu en sus coyunturas particulares.

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