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Digitalidad


A los seres humanos nos corresponde siempre la ardua tarea de trazar un balance del desempeño cada una de nuestras creaciones. El arribo de cualquier novedad tecnológica trae consigo una ola siempre cambiante de entusiastas y pesimistas de su uso generalizado. Sea el avión, el teléfono, la penicilina o la leche pasteurizada, cada innovación en nuestras vidas irrumpe con su corte de denostadores y promotores.

Sin embargo, hay inventos que tienen la virtud de alterar, para bien o para mal, las relaciones sociales entre individuos y grupos. Los inventos que acercan o distancian a las personas son los más complejos de sopesar. La dificultad está en que a medida que los usamos, vamos descubriendo los cambios que producen en nosotros mismos. Son transformaciones que viven giros, humanamente determinados. Apenas vamos llegando a un consenso, nuevos usos van trastocando las conclusiones preliminares. Vivimos así en una angustia productiva.

Lo digital pasa por ahí. Hace tres décadas hemos entrado en esa era y todavía no la comprendemos a cabalidad. Sabemos que a diferencia de antes, la comunicación entre seres humanos ha dejado de depender de algún centro privilegiado. Es el fin de los grandes intermediarios y mediadores. Hoy abrimos el Facebook, en vez de encender la radio, y miramos nuestra bandeja de entrada, antes de repasar el periódico. De pronto, a los cientos de emisores de mensajes se han sumado, miles que compiten usando como única herramienta una computadora o un mínimo teléfono celular. A la CNN o a Al Jazeera se ha arrimado una densa red de contradictores, reproductores o neutralizadores domésticos. De consumidores díscolos, muchos han pasado a ser activistas de una sociedad digital sin freno. Es tan importante el fenómeno que uno de los puntos del acuerdo entre Obama y Castro para restablecer relaciones entre Cuba y Estados Unidos, apunta a ampliar las libertades digitales de los isleños, paso interpretado desde Washington como la antesala de la democracia que tanto ansían en Miami. Lo digital ha traído la descentralización difusa de la producción de consignas y sentidos: que todos digan su palabra, así no sea fácilmente escuchada, por ser un clamor entre clamores. Ahí el Estado mira y vigila perplejo.

El advenimiento de una sociedad en la que cualquier digitador promedio tenga acceso a la conciencia colectiva, sigue generando controversia. Los optimistas hablan del fin de los centros de poder, del derrumbe de los monopolios de la palabra, de la erosión del verbo fiable y oficial. Los pesimistas hablan del fin de la calidez social y familiar, del embelesamiento vacío del individuo ante su pantalla personal, de la disolución de los lazos sociales, históricamente efectivos.

Y es aquí donde vale la pena regresar al inicio. Es difícil evaluar lo que está siendo transformado por el uso social, día a día. Lo digital es un lugar de disputa que intenta ser moldeado por cada grupo y en ese forcejeo, prevalecen las iniciativas solitarias, la creatividad y la capacidad de sorprender. Un medio en manos de tantos tiene pocas opciones de ser regulado autoritariamente. Cuba será el nuevo campo digital de batalla. Este 2015, seguimos mirando atentos. juntado

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