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Cita con los bolivianos que salvaron los "tesoros" del Che

Ni Antonio Arguedas ni Víctor Zannier (foto) figuran aún en los anales del heroísmo comunista. Quizás su aporte a la revolución latinoamericana fue discreto si se lo compara con el de los combatientes directos. Quizás sus méritos se nublan al saber que eran amigos personales y colaboradores directos del general Barrientos, bajo cuyo mando fue vencida la guerrilla de Ñancahuazú. Pero quizás lo que ya nadie alcanza a valorar es que hayan rescatado las pertenencias más importantes del Ché, motivados por causas tan “banales” como la amistad o las ganas de abochornar a los gringos. Acá rememoramos sus actos.

Capturado el Ché Guevara, cautivas también sus pertenencias; y entre éstas, las más disputadas fueron aquellas capaces de influir en los procesos políticos posteriores. Y es que claro, una cosa eran los habituales trofeos de guerra, el reloj, la pipa, la chaqueta…, pero una muy diferente, por ejemplo, el Diario. En su famosa agenda alemana, el Ché dejó manuscrita su herencia política; el documento inobjetable y cotidiano que quedaría como legado de sus últimas convicciones encerradas en la selva boliviana. ¿Semejante testimonio en manos del enemigo? Grave.


Las pertenencias publicables del Ché eran oro puro para quien las tuviera en sus manos. En octubre de 1967, el guerrillero cubano-argentino caía preso y herido en la quebrada del Churo y con él las piezas materiales capaces de edificar el mito del comandante heroico o, por el contrario, el del voluntarista “abandonado” por Fidel Castro, empujado a la inmolación para garantizar el monopolio del poder soviético en Cuba. Sí, ahí estaban las piezas de una historia decisiva. Quien supiese teñir con sus intereses aquel epílogo oficial de los últimos días del Ché, corría con ventaja en tiempos de enfrentamiento global entre las súper potencias hegemónicas del momento. Los arquitectos de la Guerra Fría necesitaban usar el Diario para nutrir su manera de interpretar la pertinencia u obsolescencia de la lucha armada.


Y sucede que en octubre de 1967, en la cuidad de La Paz, semejante tesoro estaba siendo fotografiado y distribuido en copias confidenciales entre los adversarios de la revolución cubana. Se jugaba entonces la segunda fase de este conflicto, la batalla por las preseas simbólicas y la asignación de los sentidos. De cómo se evaluara la tragedia boliviana del Ché dependía en gran medida el provenir de los focos guerrilleros de las siguientes décadas. ¿Por qué fue Ñancahuazú un papelón operativo?, ¿quién resultaba culpable de tan bochornoso final?, ¿padecía fallas congénitas el método de lucha o aquel era solo un desemboque coyuntural atribuible al pésimamente elegido lugar para combatir? Muchas de esas interrogantes esperaban ser saciadas por las páginas del Diario, cuyo contenido estaba siendo celosamente guardado por los gobiernos boliviano y estadounidense. Las señas del tiempo apuntaban a una segunda derrota, ésta vez póstuma, del Ché frente a sus enemigos.


Conversación sobre ruedas


En efecto, todo parecía encaminarse hacia aquel desenlace funesto hasta que llegó enero de 1968. Antonio Arguedas, el entonces ministro del Interior del gobierno de Barrientos, acordó una cita furtiva con uno de sus mejores amigos, el periodista cochabambino Víctor Zannier, director del diario “El Mundo”. “¿No sabías que las conversaciones más confidenciales se las debe hacer siempre dentro de un auto?”, comenzó diciendo Arguedas, mientras ordenaba subir el volumen de la radio. Zannier acababa de subirse al coche azul de vidrios ahumados como quedó convenido por teléfono unas horas antes. Desde la esquina Potosí y Socabaya, el vehículo se dirigió distraídamente hasta Villa Fátima. “Te quiero pedir un favor. Mañana te voy a entregar los microfilmes del Diario del Ché para que se los des a los cubanos. He resuelto confiártelos a ti, porque todos los demás son unos maricones”. Arguedas se refería a otros dos periodistas que al ser seguidores de Ovando y no de Barrientos como él, le suscitaban desconfianza.


Zannier no dudo un segundo en aceptar la misión. Sus simpatías por el proyecto guerrillero, comandado por el autor del tesoro a ser recuperado, ya tenían larga data. Hoy, en una larga entrevista que sirve de sustento a este artículo, Don Víctor recuerda con cariño a Laura Gutiérrez Bauer, alias Tania, la muchacha argentino-alemana que fue a almorzar a su casa poco antes de internarse en el monte para ofrendar su vida en la emboscada del vado del Yeso. Aún antes, Zannier había ayudado a evitar el arresto de un grupo nutrido de militantes internacionalistas que se preparaban en Cochabamba para embarcarse, a través de Puerto Maldonado, en la utopía latente de la revolución peruana.


Al día siguiente de la cita motorizada con su amigo Ministro, Zannier se dirigió a una casa situada en La Florida, frente al Club de Tenis. Allí recibió el tesoro microfilmado, envuelto cuidadosamente dentro de las tapas acartonadas de tres discos de vinilo de música boliviana. Menudo desafío el que tenía delante. Aunque, como ya se dijo, el discreto Zannier había cooperado previamente con la guerrilla, carecía de contactos con gente que pudiera abrirle paso hacia La Habana. Poco a poco fue imaginando tres posibilidades. La primera consistía en ir a Lima, donde localizaría Jorge del Prado, el máximo dirigente del partido comunista peruano. Sin embargo le pareció arriesgado, porque él sabía que esa organización se oponía rotundamente a las actividades guerrilleras organizadas por el “Departamento América” en Cuba. Otra puerta era Brasil, donde Zannier recordaba a dos jóvenes paulistas, militantes de filas moscovitas. Al final descartó ambas opciones y se decidió por Chile, donde el respaldo al método guevarista era más explícito, como lo ha demostrado el historiador Gustavo Rodríguez en su reciente libro sobre la experiencia armada de Teoponte. Pensó entonces en buscar al otrora senador Salvador Allende o a los dirigentes socialistas Volodia Teitelboim, Orlando Millas o Rodrigo Rojo.


Fue buscando esa perspectiva que los microfilmes surcaron la cordillera. Una vez en Santiago, en un céntrico café, Zannier se topó con la exiliada Lidia Gueiler Tejada, su compañera de partido, el MNR. Ella lo recibió en su mesa con sospecha, intriga y molestia. Sabía que Zannier era colaborador y amigo de Barrientos, y ella estaba fuera de Bolivia por causa de dicho gobierno. Hoy, su presencia en ese local santiaguino ayuda a demostrar que Don Víctor estaba en dicha ciudad, con los discos a cuestas, sin saber por dónde abrirse brecha hacia el Caribe. En ese momento pasó por ahí el periodista Hernán Uribe. Zannier lo interceptó recordando que se trataba de un militante comunista y que podía serle de gran ayuda. Tras cambiarse de mesa a fin de conversar más reservadamente, Zannier ya no pudo resistirse y soltó la primicia. Cuando Uribe escuchó que el Diario estaba al alcance de su mano, se adelantó a aclarar que ya no era miembro del partido. Zannier sintió entonces que el mundo se le venía abajo. Aquel parecía ser el primer error táctico de la travesía, pero no fue así. Uribe le advirtió que aunque ya no era pieza del esquema partidario, de todos modos sería capaz de hacer llegar el precioso encargo hasta Cuba. Gracias a ese encuentro casual, Uribe tuvo la inmejorable oportunidad de publicar un libro, “Operación Tía Victoria”, en el que se atribuye todos los méritos y deja a Zannier a la sombra bajo el sobrenombre de “el mensajero”.


Mientras los discos, esta vez reemplazados por vinilos de música chilena, llegaban a La Habana, Zannier era despachado hasta París con un pasaporte cubano falsificado. Desde allí tomaría un vuelo hasta Moscú para más adelante abordar una conexión hasta La Habana. Los cubanos lo habían mandado llamar. Después de dos días de espera en una residencia de protocolo, Zannier fue presentado al mismísimo Fidel Castro. El jefe del Estado cubano apareció conduciendo personalmente un jeep blanco de fabricación rusa en el que también viajaban Ramiro Valdez, quien años después vino a Bolivia a llevarse los restos del Ché, y Manuel Piñeiro, más conocido como Barbarroja, el responsable del conocido “Departamento América”, la oficina responsable del apoyo logístico y financiero a las guerrillas en América Latina. Cuando el jeep se acercó a la localidad de Cárdenas, muy próxima al famoso ingenio azucarero, Fidel los invitó a cenar. Allí, en medio de una afable camaradería, el Comandante le pidió solemnemente su autorización para publicar el Diario. Don Víctor se sorprendió ante el pedido. El tesoro no era suyo y no sentía que pudiera disponer de él. Decidió entonces pedir permiso a La Paz, es decir, al ministro Arguedas, el autor del afortunado desvío. Usaron para ello una clave extraña: “Envíen 10 ejemplares del ‘Desafío Americano’ de Jean Jacques Schreiber”, era la frase telegrafiada mediante la cual Arguedas rubricaba su venganza contra los norteamericanos.


El primero de julio de 1968, Fidel Castro anunciaba públicamente que la Revolución tenía amigos y que gracias a ellos, el Diario del Ché había sido rescatado de manos del enemigo. En efecto, la primera edición del precioso documento salió de imprentas cubanas, a salvo de posibles adulteraciones. Esta segunda batalla había cambiado de signo a pesar de todos los augurios en contra. ¿Quién permitió este desenlace inesperado? Dos bolivianos: Antonio Arguedas y Víctor Zannier.


La fuga


“Has sido tú”. La frase acusadora retumbaba en la habitación. Salía de los labios de Ricardo Aneiva, el fotógrafo contratado por el gobierno para microfilmar el Diario del Ché. Cuando éste se enteró de que el tesoro había sido robado para ser publicado en Cuba, reconoció de inmediato las diferencias entre la copia entregada al ministro y las demás. Aneiva deseaba vender caro su silencio, pero Arguedas prefirió la huida. Aquel día tomó un vehículo del Ministerio y partió rumbo a la frontera con Chile. Era el inicio de un largo periplo que lo llevaría a recorrer Argentina, Inglaterra, Estados Unidos y Perú. El 9 de agosto de 1968, Arguedas regresaba al país para acusar a los norteamericanos de una injerencia intolerable en territorio patrio. Una auténtica tormenta política.


Zannier, que mantuvo un silencio de 28 años acerca de su participación en la salida de los tesoros del Ché, fue invitado un buen día a almorzar con Barrientos. Allí, Marcelo Galindo, secretario de la Presidencia, le dijo al jefe de Estado que era su deber disponer el fusilamiento del recién llegado Arguedas por traición a la Patria. Barrientos habría reaccionado molesto ante la sugerencia: “Usted es muy mayor, no entiende a los jóvenes, esto no se resuelve de esa manera. Arguedas nos ha traicionado, pero todo lo que ha dicho sobre los norteamericanos, es cierto”. Zannier, testigo privilegiado de esta conversación, cree hoy que aquella admonición presidencial probaba la sólida amistad cultivada entre ambos políticos. Arguedas era uno de los llamados “ultras” del barrientismo. El futuro presidente y el futuro ministro se conocieron dentro de la Fuerza Aérea, cuando, por ejemplo, formaron parte de la tripulación que trajo de regreso a Paz Estenssoro desde Buenos Aires, tras la insurrección del 9 de abril de 1952. Más adelante, Arguedas se convirtió en el estratega de la nominación movimientista del General a la vicepresidencia y participó como pocos en la organización del golpe de 1964, que depuso a Paz y encumbró a Barrientos.


Arguedas es hasta hoy un personaje histórico difícil de comprender. Cuando comenzó su amistad con Barrientos, ya militaba en el Partido Comunista. En su rol de tripulante telegrafista de la Fuerza Aérea, transportaba a escondidas el periódico “Unidad” hacia lugares inaccesibles para un partido nuevo. Su adhesión a las ideas de izquierda parece haberse mantenido contra viento y marea, pese a estar cumpliendo el rol de represor del régimen militar y a haber hecho todos los méritos para hacerse fiable a los ojos de los servicios de inteligencia norteamericanos. Antes de jurar como ministro, la CIA se lo llevó a Lima para someterlo a todo tipo de pruebas a fin de descartar su ligazón con los comunistas. Le inyectaron pentatol, lo conectaron a un detector de mentiras y lo obligaron a responder decenas de preguntas. Solo así, el gobierno de Estados Unidos levantó su veto contra su nombramiento.


Estos antecedentes hacen de Arguedas una persona sometida a la sospecha constante. Todos desconfiaron de él y en su calidad de extravagante bisagra de la Guerra Fría, vivió rodeado de múltiples conjeturas. Por eso, Arguedas quedó privado de la condición de héroe, dada la suspicacia que despertaba en los bandos enfrentados. No militaba en ningún grupo de vanguardia, no actuaba bajo ninguna directriz reconocida, iba libre por el mundo, dando bandazos, equivocándose o acertando. Al final de su vida, en medio de los dos polos antagónicos, terminó arrinconado por la Historia, como un muñeco de escaparate que ha perdido su etiqueta.


Algo similar, aunque sin tintes trágicos, sucede con Zannier. A pesar de que simpatizaba emocionalmente con la guerrilla, ni siquiera ahora ha dejado de ser movimientista. Aún hoy, reivindica el papel jugado por Barrientos y recuerda con cariño la habilidad del General para conseguir adhesiones fervientes entre los quechuas del agro cochabambino. Llevó el Diario hasta buen puerto sin pedir nada a cambio, ni siquiera un sitio en las crónicas periodísticas, que lo descubrieron con mucha demora. Lo hizo, porque Arguedas no confiaba en nadie más. Fidel los declaró a ambos “amigos” sin mencionarlos ni darles otra retribución que no fuera una visita al epicentro de la supuesta revolución continental. Arguedas murió violentamente en 2000, destruido por una detonación que, al parecer, no supo administrar; Zannier acaba de hablar con nosotros y hace gala de una memoria que no escatima en detalles sabrosos. Ambos quedan, pese a todo, en el recuerdo, sobre todo ahora que se planea, en La Paz, la re-publicación del Diario, la cual debería llevar sus nombres en un tamaño de letra justiciero.


Reincidencia: las manos del Ché,

en el maletín de cuero de Zannier


El 7 de junio de 1969, una ráfaga de metralleta, accionada contra el entonces ex ministro del interior de Barrientos, Antonio Arguedas, hizo que la Historia empezara a moverse en una dirección inesperada. El atentado se produjo en la puerta del Hotel Torino, en pleno centro de la ciudad de La Paz. Arguedas fue llevado herido hasta la clínica Santa Isabel. Recuperada la calma, la víctima de las balas sintió que había llegado el momento de dejar saldadas algunas cuentas importantes. Y es que la inminencia de la muerte siempre nos hace comprender que hay cosas que no pueden ser postergadas.


Arguedas hizo llamar nuevamente a su amigo Víctor Zannier, periodista cochabambino, director del diario “El Mundo”, para confiarle una segunda misión. Se trataba de entregar al gobierno de La Habana, esta vez, las manos y la mascarilla funeraria del Ché. Zannier ya no pudo sorprenderse. Hace un año había hecho lo mismo con el Diario sin ser descubierto. Parecía fabricado para cumplir con la meta.


Al día siguiente, Zannier fue a una casa de la calle Méndez Arcos, donde Gladys Oblitas y Carlos Arguedas, esposa e hijo del ex ministro, lo esperaban. Juntos cavaron en el suelo, hasta dar con una urna de madera labrada con motivos tiwanacotas. Dentro del recipiente, yacía el frasco con las manos, “perfectamente cortadas”, sumergidas en formol. Junto a ello, la máscara de yeso, en la que podía verse reflejado el rostro del célebre guerrillero. Zannier introdujo ambos tesoros en un maletín de cuero que acababa de comprar en la Casa Freudenthal.


Meses antes, las manos sólo habían servido para confirmar la identidad dactilar del Ché. Luego varios militares quisieron conservarlas como macabro trofeo, sin embargo fue Arguedas quien las retuvo tras escuchar la frase aprobatoria del general Alfredo Ovando: “Haga lo que le dé la gana con ellas, si quiere mándelas a botar”. Tras esa venia, el ministro hizo fabricar la urna y mandó a construir un escondite de cemento en el subsuelo de su casa. Temeroso de perder la vida sin haber devuelto las manos a la tierra por la que éstas lucharon, Arguedas volvió a depositar su fe en Zannier. A cuestas con su preciada carga, éste caminó confundido por El Prado. Habrá pensado otra vez en seguir la ruta de Santiago de Chile, la utilizada para el Diario. Entonces decidió ingresar a un restaurante llamado “Okey”, situado en la hoy demolida sede de la Central Obrera Boliviana (COB). Allí se encontró con amigos con los que mantuvo una charla banal hasta que vio entrar al local a Jorge Sattori, militante comunista que moriría en 1980 en el accidente aéreo del cual solo sobrevivió Jaime Paz Zamora. Ahí estaba la llave buscada. Una vez más, un encuentro casual permitía la repatriación de los tesoros guevaristas. Sattori contactó entonces a la embajada húngara en La Paz, la cual empleó su valija diplomática para canalizar el transporte de los dos objetos hasta La Habana.


La anécdota final fue que antes de llegar a la capital cubana, el avión que llevaba las manos del Ché, se vio obligado a aterrizar en una escala técnica sobre una base militar norteamericana en Las Bermudas. Los agentes de la guarnición subieron a la nave, revisaron la lista de pasajeros y se abstuvieron de realizar más controles. De haber hecho lo contrario, hubieran dado con el maletín de cuero y con los primeros restos del cadáver de Guevara que volvían a su patria adoptiva. En la década del 90, el cuerpo del guerrillero terminaría de unirse con sus adelantadas manos. Qué duda cabe, en 1969, Zannier ya se había convertido en un rostro conocido para Fidel, en un mensajero privilegiado.


Las verdades que terminaron de prevalecer


Durante décadas, el protagonismo de Víctor Zannier en el rescate de los tesoros guevaristas quedó eclipsado por su deliberada ansia por el anonimato. De su silencio aprovecharon muchos que quisieron alcanzar el cielo con avemarías ajenas. Es el caso del periodista chileno Hernán Uribe, quien hizo creer a mucha gente que el envío de los microfilmes de Santiago a La Habana era un acontecimiento épico. Ahora sabemos que la dificultad real estaba en sacarlos de Bolivia. El militante comunista Juan Coronel también sintió que empezaba a figurar en los altares cuando ayudó a que la embajada húngara transportara las manos del Ché hasta La Habana.


Del mismo modo, han ido surgiendo varias versiones que dan cuenta de la confianza que Zannier fue ganando entre los dirigentes de la guerrilla boliviana. Se sabe que Inti Peredo se benefició de su solidaridad, cuando estuvo clandestino en Cochabamba y que el diario de Pombo, un importante combatiente de Ñancahuazú, consigna al director de un periódico en Cochabamba que prestó valiosos servicios a la causa. Algo similar parece haber sucedido con Antonio Arguedas, que en su rol de ministro, advirtió oportunamente a Antonio Peredo sobre una detención que se avecinaba en su contra.

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