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Monje o el Che


El 31 de diciembre de 1966, dos hombres se sentaron a conversar entre la rala espesura de la selva. Uno, boliviano; el otro, argentino, aunque aquella mañana este último representaba más bien al Estado cubano.


El primero era Mario Monje Molina; el segundo, Ernesto Che Guevara. De aquella cita dependía que un partido político de década y media de vigencia aceptara sostener o solo aplaudir a aquel reducido ejército del tamaño de una compañía, congregado en Ñancahuazú en las semanas previas.


Algo grande estaba en juego. Se negociaba que un extenso aparato logístico se pusiera en acción para nutrir al núcleo combatiente. El partido comunista debía colocarse al servicio del “Comandante de América”.


Según Monje Molina, el Che comenzó así: “Quiero pedirte disculpas, te hemos engañado, no pudimos explicarte nuestros planes, pero estamos aquí y esta región es mi territorio liberado”. Desconfío del atribuido uso del posesivo (“mi territorio”). Es probable que Guevara hubiese preferido considerarlo “nuestro”. Al fin y al cabo, él era el forastero.


En su diario, el Che no registra disculpa alguna. Escribe que los guerrilleros recibieron a Monje de forma “cordial, pero tirante”. “Flotaba en el ambiente la pregunta: ¿a qué vienes?”, puntualiza. Vaya majadería. El visitante llegaba al campamento representando a la quinta fuerza política del país, el grupo que como Frente de Liberación Nacional (FLIN), había obtenido a mediados de ese año, el 3% de la votación. Los anfitriones eran 44 combatientes, de los cuales solo 23 eran bolivianos. No reclutarían a nadie más en una famélica campaña signada por gruesos errores tácticos. Ahí estaban frente a frente: el puñado de héroes, casi la mitad de ellos caribeños, y el partido local, laboriosamente organizado desde 1950.


Pese a las disparidades, el dueño de casa no era Monje, sino el Che. Por eso, cuando el líder de los comunistas osó sugerir que la revolución sea dirigida por bolivianos, agrupados en un organismo formado por el partido y otras organizaciones, la respuesta de Guevara fue lapidaria. En su diario se lee: “No podía aceptarlo de ninguna manera, el jefe militar sería yo”. El Che resume en su agenda que Monje quería el comando para él, aunque éste difiere de ello en su testimonio: “Yo estuve dispuesto a someterme a esa dirección”. El planteamiento era formar un estado mayor, en el que el Che no hubiera pasado de ser un reputado asesor externo. Claro que no quiso.


Años más tarde, tras la muerte del guerrillero, vendría la aniquilación, no física, sino moral de Monje. Fidel lo tacharía de “espécimen revolucionario”, dueño de un “grosero y mundano chovinismo”, comparable con las “tribus aborígenes” sojuzgadas por los españoles, “incapaz, charlatán, maniobrero” e “inexperto seso hueco”.


Sobre la discrepancia con Monje, el Che escribió en su diario: “el tiempo me daría la razón”. Después de 49 años, lamentamos informar que fue al revés. Ha sido la paciencia electoral la que llevó a los guevaristas de hoy al ser los gobernantes del momento, y esa se la deben más a la sabiduría de Monje que al dislocamiento mental del Che. Nadie salió nunca a defender al boliviano frente al argentino, ni sus propios camaradas. Claro, hacerlo implicaba enfrentar a Fidel y como se sabe, la soberanía es palabra que solo se usa para defenderse de los gringos.

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